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De Cuba a Uruguay en busca de un nuevo destino: la historia de Yuleivy

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Yuleivy en su primer trabajo recogiendo cítricos

HISTORIAS

La comunidad cubana es una de las que más ha crecido en los últimos años en Uruguay. Yuleivy es una de ellas: mientras sacaba fotos en La Habana supo que no quería que su futuro fuera allí.

Una de las fotografíasestá en blanco y negro. Es el retrato de un hombre viejo: la piel curtida y arrugada, los rasgos exageradamente marcados, la barba crecida. Lleva una musculosa blanca y un sombrero y mira a la cámara con la expresión suave y honda de quien sonreía pero ya no.

Hay otras: una joven que tiene la mirada perdida desde la ventanilla de un ómnibus que va por La Habana, las manos de Luis, un hombre de 91 años, una calle de la capital cubana tomada desde la torre de la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, un hombre que camina arrastrando un carro en el que carga, atada con una piola, una televisión.

Yuleivy Matos nació en 1983 en La Habana. Tiene la piel morena, el pelo negro y el tono cubano intacto. Es lunes a las cinco de la tarde y, sentada en una especie de patio interno de la casa que comparte con su esposo y otra pareja de cubanos en Montevideo, pasa una a una las fotografías que tomó cuando vivía en Cuba. Son muchas y las publicó en su cuenta de Instagram entre 2018 y 2019. En 2020 se vino a vivir a Uruguay. Por una claraboya entra el sol de la tarde. Yuleivy sirve un vaso de agua y un plato con galletas. “Esas fotos…”, dice.

Un hombre lleva una televisión por las calles de La Habana
Un hombre lleva una televisión por las calles de La Habana. Foto: Yuleivy Matos.

Es informática de profesión y, cuando vivía en Cuba, estudió fotografía durante un año y esa fue su forma de expresarse, una manera de mostrar lo que veía por las calles de su país: eso que, de a poco, terminó por desencantarla.

Hasta 2010 trabajó como técnica media en informática para el Estado y tenía un sueldo de 22 dólares por mes. Un día dejó su trabajo y se fue a una empresa venezolana que operaba en Cuba. Fue allí que, gracias a sus compañeros, pudo hacerse de una computadora y de un disco duro y entonces decidió emprender: bajaba películas de Internet, las grababa en un DVD y las alquilaba. Después instaló un negocio de impresiones de documentos y después, con su esposo, un taller donde arreglaban televisores y computadoras.

“Pero incluso emprendiendo y teniendo tu propio negocio llega un momento en el que no puedes crecer. Por ejemplo, era muy complicado conseguir tinta para las impresiones, o después, comprar las piezas de repuestos para los televisores era carísimo, porque solo se conseguían importadas. Así que ahí como a la gente se le permitía viajar y el Internet era carísimo (4,5 dólares la hora) yo me dedicaba a sacarle pasajes y conseguirle alojamiento a los cubanos que fueran a Ecuador o a Guayana o a Haití”.

Pero entonces aparecieron las fotos: esas fotos.

Las calles de La Habana.
Las calles de La Habana. Foto: Yuleivy Matos.

Yuleivy tiene la voz fina, habla suave. Esta vestida con un vestido lila y lleva el pelo suelto. No hace falta hacerle preguntas porque ella sabe contar su historia. Y entonces cuenta esto: que cuando empezó a hacer fotografía documental en La Habana comenzó a ver la angustia en la cara de los cubanos, que una vez hizo una serie sobre personas mayores retiradas y que se dio cuenta de que eso —que gente que quizás había sido arquitecta o médica o profesora ahora estuviera arreglando bicicletas o juntando latas de cerveza en la playa para poder vivir— no era lo que quería para su futuro: no podía ser el futuro.

“Piensas: coño, te pasas 40 años trabajando para que tus hijos tengan un futuro mejor cuando en realidad el régimen que está en tu país tiene todo configurado para que tu vida no prospere”.

Y también, junto a las fotos, algo le hizo un clic cuando empezó a buscar información en Internet y no se parecía en nada a la realidad que contaban los medios cubanos. “Allá el discurso es que nosotros estamos bien y que el resto del mundo está mal, que está mucho peor que nosotros y que todo es culpa del capitalismo”, dice.

Y ella siempre quiso saber cómo era el resto del mundo.

Lo que terminó por sacarla de Cuba, sin embargo, fue lo que pasó aquel día. A su esposo le había salido un bulto en la zona del cuello que no paraba de crecer. Gracias a un amigo consiguió que un médico lo atendiera. Le hicieron una punción, pero el bulto volvió a crecer. No hubo respuesta. Les dijeron que no podían hacer nada porque estaban atendiendo solamente a pacientes graves. Entonces, cuando salieron del hospital, saludó a su amigo y se fue caminando sola, sin decir nada, sin dar ninguna explicación, con la rabia inyectada en el cuerpo. Ese día Yuleivy lloró.

El camino hacia Uruguay

Salió de Cuba sola, con una mochila con ropa y otra con sus equipos de fotografía. Tenía un pasaje hasta Guyana. De ahí debía viajar hasta Brasil y de allí hasta Rivera para poder pedir refugio en Uruguay. Contaba con un contacto que la ayudaría a hacer la travesía y que le cobrara 1.100 dólares. Su esposo saldría poco después.

Llegó a Rivera el 3 de febrero de 2020. De allí viajó a Montevideo, donde la recibió una amiga en su casa del Cerro, la única persona a la que conocía en Uruguay. Lo que siguió fue, más o menos, esto: estuvo 15 días con ella y decidió mudarse al centro para conseguir trabajo, vivió en una pensión en la que le cobraron 12.000 pesos una habitación, empezó la pandemia, cerraron las fronteras, supo que su esposo no iba a poder salir de Cuba pero no cuándo volvería a verlo, llamó al Ministerio de Desarrollo Social, consiguió que le dieran una canasta, siguió buscando trabajo, se mudó a otra pensión en la que le cobraron 9.000 pesos una habitación compartida, repartió currículums hasta que, seis meses después de haber llegado, por fin, tuvo su primer trabajo recogiendo cítricos en una quinta en San José.

Yuleivy trabajando en el carro de tortas fritas
Yuleivy trabajando en el carro de tortas fritas. Foto: Yuleivy Matos

De allí pasó a un residencial como cuidadora y de allí a aprender a hacer tortas fritas para poder vender en un carrito. Hasta que un día se postuló para trabajar en una empresa como delivery. Su esposo —que pudo venir a Uruguay el 15 de enero de 2022— vendió una moto que tenían en Cuba para poder comprar una acá. Desde entonces trabaja todos los días, salvo los lunes, llueva, truene o sea la noche más linda del año.

Yuleivy vendió su cámara. Pensaba que quizás podría conseguir algún trabajo de algo vinculado a la fotografía o a la informática pero, dice, en todos lados exigen un currículum y tener referencias y los migrantesno tienen ni currículum ni referencias. Pero no se queja. Sabe que hay cosas que en Uruguay no son tan sencillas, como acceder a una vivienda, pero igual se queda. Porque hay otras cosas que lo cambian todo: hace unos días se enteró de que un grupo de personas iría a manifestarse en la embajada de Rusia. Ella fue y dejó una flor en el frente del lugar para apoyar a Ucrania. De eso, dice Yuleivy, se trata la libertad.

Comunidad cubana en Uruguay

Desde la asociación Cubanos Libres en Uruguay dicen que son la comunidad de inmigrantes más grande del país —sin contar, por ejemplo, a los argentinos que llegaron al país en pandemia porque para ellos, explicaron, las reglas son diferentes—, pero no se sabe con certeza cuántos son, ya que no hay un censo actualizado.

Los últimos datos a los que accedieron desde la organización - brindados por el Ministerio de Relaciones Exteriores- dicen que en 2021 la Dirección Nacional de Migraciones (DNM) inició 1014 trámites de residencias en el país, solo superados por los argentinos, que fueron 1653.

Según datos brindados por la DNM, en 2021 ingresaron al país 2.886 cubanos y en los primeros dos meses de 2022 van 1454. En años previos a la pandemia las cifras eran estas: en 2017 fueron 4.577, en 2018, 12.648 y en 2019 fueron 19.925.

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