Entre marchas, campamentos y estrategias militares, los hombres que hicieron la independencia compartían algo mucho más cotidiano: la comida. No se trataba solo de llenar el estómago, sino de sostener la fuerza, la salud y la energía necesarias para enfrentar días agotadores y la tensión de la batalla.
En el marco del Día del Patrimonio, que se celebra este sábado y domingo, Luis Alberto Panizzolo, máster en Ciencia e Ingeniería de Alimentos, invita a mirar el período 1825-1830 desde una perspectiva poco explorada: ¿qué comían los orientales antes de entrar en combate? A las 16 horas del sábado, en la Facultad de Química (Avenida General Flores 2124), dará la charla “Sean los orientales tan ilustrados como buenos comensales”.
Detrás de cada soldado había platos de carne, galletas de campaña y algún sorbo de yerba o alcohol, seleccionados cuidadosamente por su practicidad, disponibilidad y valor nutricional. Carne fresca, charque y galletas que se conservaban por días: la dieta podía ser sencilla y monótona, pero estaba pensada para mantener energía y resistencia incluso en las jornadas más duras.
“Yo me ponía nervioso antes de los exámenes, imagínese cómo me pondría antes de una batalla. Creo que no podría comer nada. Pero estos hombres estaban acostumbrados y, aunque la tensión sería grande, comerían porque lo mejor que podían hacer era ir a pelear con energía”, apunta el investigador.
Más que una curiosidad histórica, Panizzolo plantea que la alimentación también revela la cultura, la economía y la logística de aquellos años, y permite comprender cómo la vida cotidiana de los orientales estuvo íntimamente ligada a la construcción de la patria.
Mucha carne.
La dieta de los soldados orientales tenía, a juicio de Panizzolo, un rasgo particular: estaba basada en proteínas. Disponían de más carne que de harinas, y las galletas de campaña no alcanzaban para cubrir toda la necesidad energética. A eso se sumaba que las grasas eran limitadas, ya que el ganado cimarrón no era tan graso como el actual.
En términos modernos, se podría describir como una dieta hiperproteica: aquella en la que se incrementa el consumo de proteínas mientras se reducen carbohidratos y grasas. Su efecto principal es aportar energía sin sacrificar masa muscular, aunque a costa de forzar al organismo a usar las reservas de grasa –y, en menor medida, las propias proteínas– como combustible.
Desde el punto de vista nutricional, esta composición no era del todo ideal: las proteínas también cumplen funciones estructurales y metabólicas, y un exceso –sin el aporte suficiente de carbohidratos y grasas– podía exigir mucho a los riñones. Aun así, el organismo aprovechaba eficientemente lo disponible, y esta dieta, aunque monótona, estaba adaptada a la vida de campaña y al estilo de movilización permanente, garantizando fuerza, resistencia y energía para los esfuerzos físicos de la guerra. “El organismo es el primero que hace economía circular: no desperdicia nada”, dice Panizzolo con humor.
Comer no era un acto trivial: era parte de la preparación para sobrevivir y resistir. Incluso aspectos como la calidad de la carne y el momento de su consumo, antes o después del rigor mortis (rigidez cadavérica), podían influir en la jugosidad, el sabor y la asimilación de los nutrientes. La manera en que se sacrificaba al ganado también influía: si el animal estaba estresado, la carne podía resultar más dura. “Casi como que cazaban al ganado, estresándolo mucho. Eso afecta la calidad de la carne”, apunta Panizzolo.
En lugar de cortes seleccionados, soldados y gauchos solían cocinar el costillar entero. El matambre era uno de los preferidos, porque resultaba sencillo de extraer una vez faenado el animal. También había partes prácticas y rápidas de preparar: la lengua, que se retiraba con un simple corte de cuchillo y se asaba al rescoldo.
En general, consumían la carne antes de que entrara completamente en rigor mortis, lo que la mantenía más blanda, aunque tal vez menos sabrosa, ya que buena parte de los aromas se desarrollan después, una vez que las proteínas comienzan a hidrolizarse, es decir, a descomponerse en péptidos y aminoácidos, lo que las hace más fáciles y rápidas de digerir y absorber por el cuerpo.
El rigor mortis comienza entre seis y 12 horas después del sacrificio de la vaca, por lo que, a juicio del investigador, los soldados podían comer la carne por la noche y, por ejemplo, a la mañana siguiente, pero no mucho más allá. La rigidez se resuelve al cabo de uno o dos días, cuando los músculos entran en la fase de maduración, volviéndose la carne tierna y apta para el consumo.
Por supuesto, en una campaña militar del siglo XIX no había refrigeración y salar no siempre era posible; el charque, aunque transportable, no se podía comer directamente y debía reprocesarse antes de ingerirlo.
No obstante, Panizzolo sostiene que, aunque se debía conseguir carne con bastante frecuencia, eso no representaba un problema. “Era muy barata, o más bien gratis. El ganado lo tenían a mano; estaba suelto. Arreglarían con el dueño. Solo lo tenían que faenar. Se cazaba a las vacas como si fueran perdices”, ilustra.
¿Y a esta gente le gustaba la carne jugosa, a punto o bien cocida? La respuesta sería pura especulación. Lo que sí se puede afirmar es que el punto de cocción influía en la digestión y en el aprovechamiento de los nutrientes. Se considera que la cocción más saludable es el punto “medio-crudo” (rojo en el centro) o “medio” (rosado): mantiene la jugosidad, conserva la mayoría de los nutrientes y alcanza una temperatura de 50°C-60°C, suficiente para eliminar la mayoría de los microorganismos que podrían causar intoxicaciones. Cuanto más se cocinaba la carne, más difícil era de procesar para el organismo, requiriendo más enzimas digestivas y tiempo. Probablemente, los soldados no iban a la batalla con la panza a reventar ni con la digestión sin completar.
Sin guarnición.
Si la carne era la base de la dieta, la galleta de campaña era su complemento indispensable. Más seca y dura que cualquier pan actual, tenía una ventaja crucial: podía conservarse durante semanas sin echarse a perder. Esa resistencia la volvía fácil de transportar y práctica para un ejército en movimiento constante. “No iban a cargar hornos portátiles para hacer pan; la galleta les resolvía la logística”, explica Panizzolo a El País.
Su aporte energético, sin embargo, no alcanzaba para cubrir todas las necesidades. Aun así, cumplía una doble función: alimentaba y, al mismo tiempo, servía para acompañar la carne o aprovechar los jugos de cocción, volviéndose más digerible.
En cuanto a las bebidas, la oferta era limitada. Yerba mate para quien pudiera conseguirla —aunque no todos los soldados tenían acceso frecuente—, siendo el mate dulce más común en esa época que en la actualidad; y algo de alcohol, más como estimulante ocasional que como hábito. “Quizás para entonarse, pero nunca para emborracharse: eso sería un error garrafal en un ejército”, subraya el investigador.
Muy distinta era la mesa cuando los orientales lograban instalarse en un sitio por más tiempo. Allí podían recurrir a una cocina colonial más completa, con platos como el puchero, que reunía carnes, verduras y legumbres en una olla común, ofreciendo una alternativa más variada y nutritiva.
La dieta del soldado, en cambio, era sencilla y repetitiva: respondía más a la lógica de la supervivencia que al placer gastronómico. Carne fresca faenada al costado del campamento, galleta dura que resistía los días de marcha y algún trago para templar el ánimo: con esos elementos, los orientales encaraban jornadas extenuantes y, llegado el momento, la batalla. Puede que no fuera la mejor mesa del mundo, pero con ella hicieron la independencia.
El Día del Patrimonio 2025 propone una oportunidad única para acercarse al conocimiento y redescubrir el legado científico y cultural del país. En este marco, la Facultad de Química abre sus puertas al público, ofreciendo un recorrido que combina ciencia, historia, salud y patrimonio.
En su sede de Av. Gral. Flores 2124, los visitantes podrán recorrer stands interactivos de diversos laboratorios, donde alrededor de 150 docentes y estudiantes responderán preguntas curiosas como la razón del color marrón del dulce de leche o los cambios de color que sufren algunas verduras al cocinarse. También se ofrecerán visitas guiadas al Instituto de Química, un edificio de interés patrimonial.