ENTREVISTA
Antes del estreno de "Super Dady, el mago del tiempo" en el Teatro Metro, el humorista argentino dialogó con El País sobre los recuerdos de su niñez y el humor como herramienta de sanación
"Muchos dicen que soy el argentino más uruguayo”, asegura Dady Brieva desde una de las mesas del bar del hotel Radisson. Mientras mira de reojo la repetición del partido entre River Plate y Fénix y entona por lo bajo la despedida de Línea Maginot del ‘40 (“Se van, se van Los Patos...”), el humorista se encuentra con El País para dialogar sobre Super Dady, el mago del tiempo, el unipersonal que traerá este sábado al Teatro Metro y que repetirá el 8 y 9 de abril (ver recuadro).
Sobre la inspiración detrás de su nuevo espectáculo, va a esta entrevista.
—En Dady, el mago del tiempo te dedicás a rescatar la memoria emocional de tu infancia. ¿Sentís que esa mirada esconde una intención de perdonar o, al menos, tratar de entender a tus padres por las ausencias que sufriste en esa etapa?
—Obvio, totalmente (Hace una pausa). Es que todo ese tipo de relato termina cicatrizando o dándole un manto de comprensión al asunto. Por ejemplo, en el espectáculo hablo de la violencia familiar, que estaba naturalizada en ese momento, y digo: “Mi papá me pegaba tres veces por día. La vez que me pegó dos veces le pregunté: ¿qué pasa, papá? ¿Hoy no me quiere? Me falta una’” (Se ríe). Es algo así como la película La vida es bella, ¿viste? El hecho de contarlo y expresarlo de una manera exagerada, con cierto color caricaturizado, te ayuda a superarlo porque si yo me quedo con toda la parte mala, cargo con eso toda la vida. Mirá, en mis tiempos nosotros no hablábamos inglés y el hombre se iba de vacaciones adónde el sindicato le decía. Ahora, en Semana Santa toda la gente se va de vacaciones, pero en esa época recorrías las siete iglesias con tu tía y los domingos a comer guiso de bacalao en la casa de tu abuela. Era impensado que te fueras a Carlos Paz, Punta del Este o Brasil. Fijate vos que, incluso, el hombre que tenía plata, campos y hasta dos Falcon le daba cosa irse de viaje...
—Bueno, esa es una herencia de los inmigrantes que vivieron la guerra. La culpa en torno al concepto del despilfarro pesaba bastante, ¿no?
—Sí, claro. La culpa era un factor importante ahí y culturalmente uno no acostumbraba a irse de viaje o pagar algo en cuotas. Era impensado.
—¿Qué aspectos de tu niñez pudiste comprender con este espectáculo que no hayas aprendido con años de terapia?
—Hice bastantes años de terapia, sí, pero con este espectáculo siento que puedo entender lo que pasaba y justificarlo. Es que lo que se vivía era como una inundación en casa: una realidad dramática, pero realidad al fin. (Hace un largo silencio). Igual, te voy a decir una cosa: tanto en Uruguay como en Argentina debe haber un porcentaje muy pequeño de personas que recuerden su infancia como una época infeliz. Es verdad que algunos sufrieron hambre, violencia y discriminación —que en ese momento era más común que la Coca Cola—, pero la mayoría tiene lindos recuerdos de esa época...
—Bueno, es que era la época más inocente. Uno no se cuestionaba lo que pasaba.
—Sí, aunque no sé. Yo tengo una teoría que tiene mucho que ver con la etapa que viví yo, o que vivieron tus viejos: a nosotros nos tocó un momento bisagra en el mundo. Pasaron cosas grosas, ¿viste? No es lo mismo la llegada a la Luna que el descubrimiento del WhatsApp (se ríe). Además, nosotros nos aprendíamos todas las canciones de Los Beatles sin tener idea qué significaban (cita un fragmento de “A Day In The Life” y otro de “She’s Leaving Home”)... Es verdad que hoy estudiás fagot, ukelele y tuba, pero lo importante eran las ganas de que sucedieran las cosas. Y cuando hay muchas ganas, es cuestión de tiempo para que se cumplan.

—Y al final se cumplieron cuando llegaste a Buenos Aires y arrancaste con Midachi. Eso sí, ya que te mencioné la idea de la culpa, ¿cómo fue el proceso interno para aceptar que estabas ganando dinero tras esas ausencias familiares?
—(Piensa) Claro, tuve mucha lucha interna y hasta panic attacks. Fue en el año ‘88, cuando a mi papá le diagnosticaron Alzheimer y yo recién llegaba a Buenos Aires. Imaginate que mi viejo tenía un (Peugeot) 403 y yo andaba con un modelo BMW que recién había entrado a Argentina. Mi cara estaba en todos los carteles del teatro Lola Membrives, pero yo odiaba Buenos Aires... quería que le metieran una bomba porque era una ciudad hostil. Estuve dos años pasándola muy mal, colgado de la palmera. Tuve que hacer mucho análisis, sufrí toda esa cosa de que nada es gratis en la vida y la culpa de haber rifado una familia, un proyecto que no salió bien porque me dediqué solamente a hacer Midachi y ganar plata... Después, uno va redefiniendo sus prioridades... (Hace un largo silencio) No es fácil.

—Para volver a tu niñez tomo a El Ciudadano Kane y a Rosebud, ese trineo que representaba lo más puro de la niñez del protagonista. Ya que hablamos de recuerdos, ¿tenés tu propio Rosebud?
—Sin duda. Para mí son las fiestas familiares en lo de mi abuela Josefa: (cierra los ojos y recuerda la escena) Manguerear el caminito de tierra que va hasta el gallinero, mi tío haciendo el lechón a las 14.00 para que sea haga de a poquito para que el borracho arranque a chupar. Se ponían los tablones en los caballetes, que nunca coincidían, al igual que los manteles (Sonríe). En las fiestas no se podía hablar de nada profundo, entonces se sentía esa hipocresía de dejar pasar los comentarios con la cuñada para no arruinar la noche. Y yo miraba todo de afuera, como un director de cine. Es más, me acuerdo de una Nochebuena en que mi tío Rubén, que era policía y muy violento, le pegó a mi tía Negri porque le había puesto vinagre a la comida. Yo pensaba: “¿cómo se arregla esto?” Y ahí saltaba mi abuela Josefa y decía: “Bueno, poné un disco”. Esas escenas tan raras no las podía hacer ni Fellini.
—O sea, ¿en esas circunstancias fue que nació el artista?
—Totalmente. Yo pensaba: solamente voy a vivir para poder contar esto en un escenario.
Un espectáculo que apela a la memoria emocional
“Básicamente, la idea es que la gente se cague de risa”, lanza, sin rodeos, el argentino. “La base de Super Dady, el mago del tiempo es contar una historia entretenida como las que hacía Luis Landriscina. Después, uno le va metiendo condimentos que tienen que ver con la memoria activa y emocional, pero no hay mayor pretensión que hacer reír a la gente”, aclara.
Para lograrlo, el humorista se basa en los recuerdos de su niñez para tratar de generar identificación con el público. “Yo veo que, por lo bajo, la gente se da un codazo y dice: ‘¿Te acordás...? Es como que descubren cosas que no sabían que estabas en su memoria, y esto está muy bueno”, asegura.
Pero más allá de la risa, Brieva también juega con aspectos más existenciales. “En un momento digo:‘a la voz de mi papá no la grabé y la perdí para siempre’, y la gente se queda en silencio. Yo podría cortarlo para no hacerlos sufrir, pero no... me encanta y me quedo serio, mirándolos”, agrega. “En otra parte del show pregunto:‘¿Esta es la vida que soñaron vivir? ¿Y si revoleamos la mesa, pateamos el tablero y nos mandamos una cagada? Entonces me voy y dejo a la gente pensando. Lo que pasa es que yo soy un provocador; yo utilizo el humor como una excusa para provocar”, concluye.
Las entradas para su nuevo unipersonal se venden en Abitab, y los precios van de 980 a 2180 pesos. Las funciones son exclusivas para público vacunado contra el coronavirus.