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El versátil actor protagoniza "Desparejado", la serie que llega este viernes a Netflix y para la que se imaginó qué pasaría si su pareja lo abandonara.
A Neil Patrick Harris le encantan los rompecabezas y los juegos. Ha diseñado uno de mesa para un solo jugador, Box One; juega Wordle todos los días y siempre lo resuelve en tres intentos. Es un mago consumado y se deleita con los trucos. Su newsletter, Wondercade, viene con un acertijo. Su personalidad es efervescente y rebosante, con un toque de astucia. Siempre parece estar tramando algo. Algo divertido.
Pero el juego que Harris, de 49 años, juega como ningún otro, es el de su propia carrera. Estrella infantil con Doogie Howser, M.D., manejó la transición a la adultez con relativa gracia. Y cuando salió del closet su carrera ni cayó ni se tambaleó. Es, en todo caso, más amado: con su esposo, David Burtka, actor y autor de libros de cocina, se han vuelto un símbolo de la vida doméstica gay.
Harris ha estado en comedias, dramas y musicales. Fue héroe, villano, protagonista romántico heterosexual, libertino, tenaz. Como presentador de ceremonias, interpreta a una versión suya llamativa y con esmoquin.
En Desparejado, una comedia de ocho episodios de Darren Star y Jeffrey Richman que se estrena en Netflix el viernes, Harris prueba un nuevo truco que también es un viejo truco, uno que no ha intentado desde sus días como Doogie: un personaje que siente cercano a quien es.
“Fue como estar en una versión mía de Dos vidas en un instante”, dijo sobre el papel, haciendo referencia a la película de 1998 en la que Gwyneth Paltrow se mueve a través de futuros alternativos. “No hubo un papel tan cercano a la versión adulta de mí”.
Harris interpreta a Michael, un corredor de bienes raíces de alta gama al que Colin (Tuc Watkins), su pareja por 17 años, abandona sin explicación. A lo largo de la serie, Michael atraviesa las etapas del duelo: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. A veces recorre todas durante un único hilo de mensajes de texto desde la parte trasera de un taxi.
Pero no todo es dolor. “Tengo que vivir esta otra versión de, ¿y si estuviera soltero en Nueva York y tuviera una cuenta de Grindr, que no tengo?”, dijo Harris. “Así que también fue un poco picante y lascivo”.
Harris no canta ni baila en Desparejado. Pero hizo algunas de sus propias acrobacias, incluida una en la que cae de espaldas por una montaña.
Equilibra el dolor profundo, las escenas de sexo atrevidas y la comedia grosera con aparente facilidad.
Neil Patrick Harris, que de niño quería ser doble de riesgo y aún sueña con eso, se describe a sí mismo como un actor técnico, no introspectivo; un artesano, no un psicólogo. Se puede ver esa destreza en sus papeles anteriores, como el Conde Olaf, el malvado amante de los disfraces en Una serie de eventos desafortunados, o en el Barney de How I Met Your Mother.
Harris también disfruta de un encanto personal ridículo y una apariencia juvenil. Michael, el personaje, necesitaba algo más, algo para contrarrestar las caídas y una escena de vómito en un jacuzzi. Así que Harris hizo lo que casi nunca hace: que el papel fuera personal. Se imaginó cómo sería volver a casa y descubrir que Burtka, su pareja por 18 años, lo había dejado.
Ese acto de imaginación y las formas en que lo aplicó al papel fueron “muy abiertos”, dijo, “muy, muy vulnerables”.
Harris no suele acceder a ese tipo de apertura, probablemente porque pasó gran parte de sus 20 años manteniendo límites cuidadosos entre su vida personal y profesional.
A lo largo de los años ha derribado algunos de esos límites; sus gemelos de 11 años han ayudado.
“Debido a que soy padre ahora, estoy mucho en torno a la vulnerabilidad con mis hijos”, dijo. Todo esto le permitió verter algo de miedo personal e inquietud en el papel.
Ver Desparejado, ver esa emoción desnuda, sugiere un mago que abre la cortina y te muestra cómo se hace el truco. ¿Es este, finalmente, el verdadero Harris? Pero cuando los magos hacen eso, en realidad es solo para complicar el truco.
Esa vulnerabilidad en pantalla enmascara otros recursos de Harris: su talento para el espectáculo, esa ética de trabajo un poco loca (algunas de las cuales él atribuye, ¡todavía!, al síndrome del impostor) y un cerebro ocupado calculando infinitas permutaciones de entonación, gesto y expresión. Entonces las cámaras se encienden y él hace que parezca fácil.