Crítica
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Fernán Cisnero

Esta clase de cosas con Louis B. Mayer no pasaban. Pero estos son tiempos de Ryan Murphy, el productor estrella que acaba de estrenar Hollywood, su nuevo proyecto con Netflix.

Y Murphy —quien tiene un contrato por cinco años por 300 millones de dólares con la plataforma; este es el segundo proyecto de ese acuerdo (antes estrenó The Politician)— se puede permitir, incluso, jugar con la historia del cine. En cierto sentido hace -con mucha más ambición y con una agenda totalmente distinta- lo que Quentin Tarantino hizo en Había una vez en...Hollywood: crear una historia alternativa que, basada en datos reales, construye su propio universo.

Así, lo primero que hay que saber es que Hollywood no es una reconstrucción de la edad de oro del cine americano, aunque algunos de los protagonistas y muchos de los secundarios tienen nombres como Cole Porter, Rock Hudson o George Cukor. Los usa, en todo caso, para dar un asidero de realidad a una miniserie de fantasía.

(Si usted está viéndola y no se imagina hacia dónde puede ir la historia, a partir de acá podría haber pistas, sin ánimo de spoiler, de algunos giros de la anécdota).

Hollywood —una miniserie de siete episodios coescrita con Ian Brennan, con quien Murphy hizo Glee, por ejemplo—, gira alrededor de seis aspirantes a estrellas en la vertical industria del cine de fines de la década de 1940. Es una miniserie coral que reúne las historias de Jack Costello (David Corensweet), que espera su gran oportunidad haciendo de gigoló en una red de prostitución escondida detrás de la gasolinera que dirige Ernie (Dylan McDermott), y donde lleva a trabajar a Archie (Jeremy Pope), un aspirante a guionista que atiende al sector masculino de la clientela. Archie intenta sacar adelante uno de sus libretos en el que se cuenta la historia de Peg Enstwistle, la mujer que se tiró del cartel de Hollywood al no poder ni siquiera rozar sus sueños de triunfar en el cine. El proyecto ya tiene un director entuasiasta (Darren Criss, una presencia recurrente en los proyectos de Murphy, que fue el Andrew Cunanan en su miniserie sobre Gianni Versace) y, en el colmo de la fantasía recibe luz verde de los estudios Ace, que son ficticios aunque el portón de entrada y algunas de sus películas son de la Paramount.

Increiblemente el proyecto avanza a pesar de tener a una afroamericana de protagonista e incluir el primer beso interracial del cine, un hito que tardaría 20 años en suceder cuando se besaron Sidney Poitier y Katharine Houghton en Adivina quién viene a cenar. Es una de las tantas historias alternativas que presenta la miniserie: hay algunas mucho más grandes y, dirán algunos, flagrantes.

Peg es una obvia dedicatoria de la miniserie a los descastados de la industria, que son aquellos que en los créditos trepan el cartel de Hollywood como una alegoría del camino a la fama. El Hollywood de Murphy es un lugar donde se reconocen las minorías y las inquietudes artísticas.

Es interesante que use esos recursos de la ficción más clásica (maniqueismo, optimismo) para contar una historia que subvierte la realidad.

Murphy exagera esa idea de mundo de Oz con una estética queer que es parte de su estilo y que acá se presta para el tipo de historia que se quiere contar.

Lo que hace es depurar, en todo caso, todas las desigualdades de un sistema al servicio de una expresión de deseo: la de un mundo en el que Hollywood era tolerante y estaba feliz de aceptar la diversidad.

Eso no pasaba, seguro, con Louis B. Mayer. Pero estos son los tiempos de Ryan Murphy.