En ¿Qué pasa con Baum?, el debut como novelista de Woody Allen a los 89 años, se respira el mismo aire desus películas: las calles de Manhattan, visitas a los museos, a las librerías y al bar del Hotel Carlyle, las canciones de Cole Porter, los enredos amorosos, y un neurótico protagonista judío. Tampoco faltan los guiños a algunos episodios de la propia biografía del célebre cineasta, cuya inmensa popularidad y reconocimiento han dado paso en la última década al señalamiento y rechazo por una parte del público, especialmente en Estados Unidos.
En su novela (editada en español por Alianza y aún no disponible en Uruguay), la tercera mujer de Asher Baum, el escritor cincuentón protagonista, procede de una notable familia de Los Ángeles; consigue convencerle para vivir en Connecticut, un lugar que él, orgulloso urbanita neoyorquino, detesta; y, además, la bella Connie tiene absoluta pasión por su hijo sabelotodo y mimado, con quien el protagonista rivaliza. Y a Baum le acecha una acusación de acoso por parte de una periodista en pleno fragor del Me Too y, ante las posibles protestas de los empleados del sello donde publica, parece que se queda sin editor. Los ecos remiten a Mia Farrow, dos de sus hijos (Fletcher Previn y Ronan Farrow), también a la polémica retirada del volumen de memorias de Allen A propósito de nada (Alianza, 2020) por parte del grupo Hachette, tras la protesta de los trabajadores. Pero en ¿Qué pasa con Baum? el tono cómico prevalece. Allen está más interesado en hacer chistes que en saldar cuentas.
—¿La pensó en otro formato?
—Sí, como una película o una obra, pero era incómodo porque tenía que encontrar el dinero, mantener reuniones, conseguir un actor y luego ir a un lugar y dirigirlo. Si hacía una novela no sería caro y siempre me gustó escribir prosa. Decidí hacerlo así y disfrutarlo.
—En su novela, Baum recuerda las discusiones que ha tenido con un viejo amigo en las que exponían “puntos de vista en conflicto” sobre todo tipo de temas, incluido Medio Oriente. ¿Es difícil hoy tener este tipo de conversaciones?
—En una cena o dando un paseo con los amigos íntimos, uno tiene discusiones sobre multitud de cosas, y mucho es trivial, cotilleos y bromas. A veces discutes cosas serias. Yo no sé lo bastante para hablar públicamente, no soy un experto y me convertiría en otra persona del mundo del espectáculo, ignorante de lo que verdaderamente pasa, que opina. Con mis amigos puedo hablar de lo que sea porque se queda en mi casa y no tiene ninguna consecuencia el que proclamemos nuestro estúpido punto de vista en nuestro intercambio de desinformación. Pero hacer eso públicamente es gastar el tiempo de los demás.
—Lleva más de 50 años en la comedia, dedicado a hacer reír. ¿El humor cambia con el tiempo? ¿Lo que era gracioso ya no lo es?
—Lo que cambia es la cosmética. Chaplin y Buster Keaton llegaron después de la revolución industrial y hacían reír a la gente con cosas físicas porque el mundo estaba obsesionado con las vías de tren, las fábricas; era la cosmética del momento. Años después llegó la revolución freudiana, la gente descubrió la psicología y los cómicos empezaron a hacer bromas con eso. La parte exterior cambia, la comedia en sí no.
—Hoy hay una enorme presión en Estados Unidos sobre los cómicos, los late night shows y sus presentadores. ¿Qué opina?
—Nací demócrata, así que siempre que hay una administración republicana sospecho y me quejo. Lo mismo esta vez. Estamos atravesando un periodo en el que se está poniendo en cuestión la libertad de expresión y los derechos de las mujeres y el aborto, y todas las cosas que estos republicanos que están al cargo hacen y a las que me opongo. Con un poco de suerte en las próximas elecciones las urnas les echarán y los demócratas llegarán y me quejaré de ellos, pero de otra manera, no sobre los derechos de los ciudadanos en este país o el rechazo a la ciencia.
—Se ha dicho que la llegada de Trump a la Casa Blanca era el fin de la sátira y el humor.
—No importa lo mal que se pongan las cosas, la gente siempre hará chistes. Incluso en la Alemania nazi se hacían en voz baja. Si los comediantes tienen libertad, siempre habrá humor sobre el país, los políticos, el sexo, el matrimonio. Si no pueden hablar porque infringen la ley, entonces sí hay un problema serio. Mientras haya libertad de expresión habrá humor, lo importante es que ese derecho se proteja.
—En su trabajo bromeó con frecuencia sobre el antisemitismo y parodiado la sensación de persecución permanente, pero esa conversación ha entrado en una fase menos cómica. ¿Qué opina?
—Siempre habrá antisemitismo porque, como dice esa cita de Einstein, somos un “grupo lastimoso”. Siempre habrá prejuicios contra los judíos, las mujeres, los negros, las minorías, eso ya lo sabemos. En cuanto a Medio Oriente, es un punto de conflicto y un problema desde hace décadas. Gente muy inteligente, escritores muy finos y políticos listos han tratado de solventarlo y no han podido. Es algo muy complejo. Leo en los periódicos algo que una persona muy inteligente escribió y al día siguiente hay otra cosa de otra persona distinta, también muy inteligente. Hay cruce de acusaciones. Es difícil hablar de esto aunque, evidentemente, quiero que esto se resuelva pacífica y rápidamente, con el menor daño posible, pero mira lo que está pasando. No tengo nada muy inteligente que aportar.
—Gozaba de un enorme éxito y reconocimiento y hacía gala de un profundo pesimismo. En los últimos años fue objeto de fuertes críticas y del rechazo de una parte del público. ¿Ese pesimismo le preparó o esto lo hizo un optimista?
—Trabajo, no le doy vueltas. Hice mi primera película en 1967 y nunca he vuelto a ver ni esa ni ninguna, no leo las críticas, ni las entrevistas. Todo eso está lejos de mi vida. Yo termino un proyecto y me divierto un poco, toco música, voy a ver competiciones deportivas y me lanzo a trabajar en lo siguiente. Cuando me preguntan cómo he tenido tiempo de hacer tantas películas, escribir para The New Yorker y hacer monólogos y obras de teatro, pues simplemente no perdiendo el tiempo, pensando en mí mismo o en lo que otros escriben sobre mí. No me interesa. Y, no quiero compararme, pero cuando Dostoievski escribía estoy seguro de que no leía lo que se decían sobre él y pensaba “la próxima vez tengo que hacerlo más gracioso”. No aprendes nada con eso. Hay que trabajar y seguir sin distraerte, pensando qué terrible es la vida y cómo la gente la vuelve peor de lo que tenía que ser. Si eres un misántropo, yo lo soy, la gente no puede decepcionarte.
—En su novela hace bromas con el movimiento Me Too.
—Hago un chiste con cualquier cosa que se me ocurra. Leo las noticias y tengo un conocimiento superficial, no profundo, como todos, de lo que está pasando. He hecho 50 películas y ninguna ha sido sobre política, sino de cosas que me habían pasado, historias entre hombres y mujeres, pensamientos existencialistas.
—¿En qué está trabajando?
- Acabo de terminar una obra de teatro. Hay un montaje en Budapest que lleva allí casi un año, otro que ensayándose en Alemania y otro en San Petersburgo, y hay otra obra que puede que traigamos a Estados Unidos. Y me gustaría escribir otro libro.
—¿No más películas?
—Solo si alguien viene a buscarme con el dinero. Siempre tengo problemas con la financiación. Quieren saber de qué trata la película y qué estrella va a actuar y no quiero tener que debatir nada de eso.
Andrea Aguilar / El País de Madrid