Canelón Chico es una zona rural de límites difusos, fragmentada, que comprende buena parte de lo que se extiende entre Las Piedras, Progreso, Sauce, Juanicó, Santa Rosa, la ciudad de Canelones. Es una tierra verde, de uvas y teros, anacahuitas, cielos inmensos. Es, también, el lugar donde, una tarde cualquiera de los noventa, unas niñas van a intentar teñirse el pelo con papel crepé, a trenzarlo, a colocarse un cinturón de moneditas doradas -o a desear con locura el que tiene la de al lado- y, quizás por primera vez, a querer ser alguien más. Van a jugar, y un poco van a sentir, que no están lejos de esa mujer que sin pretenderlo se ha convertido en un espejo: Shakira, la que baila como si no tuviera huesos, canta como nadie nunca cantó y es mejor, mucho mejor, que cualquier princesa que Disney se haya imaginado.
Es Canelón Chico, pero podría ser cualquier otro sitio: Montevideo, Artigas, Buenos Aires, San Pablo, Barranquilla, Ciudad de México. Como lo escribió el premio Nobel de Literatura, su compatriota Gabriel García Márquez, para un perfil publicado en la revista Cambio en junio de 1999: “Las escuelas primarias de cualquier nivel social se han convertido en donaciones masivas de Shakiras, vestidas, habladas y cantadas como ella. (...) Las grabaciones piratas de Shakira son moneda corriente en los cambalaches de los recreos y se venden a dos por cinco en las puertas de las escuelas. Los adornos de sus cabellos, sus collares y aretes se agotan al salir, y en los mercados se venden al por mayor las anilinas para cambiarse los colores de las trenzas según la moda del día. La heroína de la escuela es la primera que aparece en clase con el disco”.
Es el fin de los 90, pero podría ser antes, o a comienzos de milenio, o 2010, o ahora, 2025, que Shakira reeduca a su séquito de fanáticas y fanáticos con esta nueva máxima de que las mujeres ya no lloran: las mujeres facturan.
Ha pasado tiempo. Exactamente, 30 años desde que lanzó Pies descalzos y algo en la industria de la música latina cambió para siempre. Treinta años desde que sentó las bases de un reinado que ninguna decisión, ningún riesgo y ningún cambio de piel suyo pudo tumbar. Treinta años que ahora se celebran en Montevideo, este 3 y 4 de diciembre, con 100 mil personas como la prueba viviente de la relevancia intacta de Shakira, la estrella pop más importante que ha tenido América Latina.
En 2001, de puño y letra, García Márquez escribió: “Nada que se diga o no se diga de Shakira podrá ya cambiar su rumbo de artista grande e imparable”.
En 2025, los números certificaron a la colombiana como la mujer latina con la gira más taquillera de la historia. Cuando recibió el Billboard’s Global Touring Icon Award, rodeada de su séquito, con la sonrisa ancha y el trofeo en la mano, dijo: “Me hacen sentir que recién estoy empezando mi carrera. En este punto del juego siento que recién estoy empezando”.
Su rumbo de artista grande e imparable y su sensación de estar constantemente volviendo a empezar son la dicotomía que comprende la historia de Shakira, una de las más llamativas de la música pop en español, porque: ¿cómo una cantautora que hace versos que parecen confesiones de amiga se convierte en la fabricante de himnos mundialistas y de los hits más mainstream que puedan imaginarse, sin perder la relevancia? ¿Cómo se cambia tanto de senda sin ceder ni medio centímetro del trono?
Tenía siete años cuando hizo su primera canción. Once cuando participó de un concurso televisivo. Catorce cuando lanzó Magia, su primer disco, y 16 cuando editó el segundo, Peligro. Ninguno de ellos se toma en cuenta en su discografía oficial y apenas sobreviven en YouTube -pop melodramático, casi telenovelesco, desbordado de arreglos- en mala calidad.
Tenía 18 cuando estrenó Pies descalzos. El disco se abre con un acorde y un “ya” resignado, una guitarra pelada y una voz que irrumpen en milésimas de segundo, como si no hubiera -ya- más tiempo que perder. En medio minuto, “Estoy aquí” pasa de ser lamento a un pop rock que intenta cambiar el rumbo: “Y ahora estoy aquí / Queriendo convertir / Los campos en ciudad / Mezclando el cielo con el mar”, canta Shakira, que recién empezaba y ya cantaba sobre el deseo de reinventarse.
El álbum fue la irrupción de una fuerza natural que entregaba canciones como confesiones profundas, pero también divertidas, cada tanto mordaces. Con una inusual forma de cantar, una sensibilidad pop y una pulsión tanto por el rock frontal como por los matices de la world music, Shakira ofrecía una de sus mejores composiciones (“Antología”), se descarnaba (“Pienso en ti”), se desesperaba (“Dónde estás corazón”), se dedicaba a desmenuzar mandatos sociales (“Pies descalzos, sueños blancos”) y se convertía en cronista para narrar las consecuencias letales de un aborto clandestino (“Se quiere, se mata”).
“La música de Shakira tiene una impronta personal que no se parece a la de nadie”, decía García Márquez en 1999. Para ese entonces acababa de salir ¿Dónde están los ladrones? y miles de niñas encontraban, por primera vez, a una muchacha que les rockeaba en español, que les mostraba que además de femenina y romántica y rosada una mujer podía ser, también, una persona enojada, rota, con ideas claras, con cosas para decir. Nadie sale indemne de una revelación así.
Después vinieron los cambios de piel. El crossover al mercado angloparlante con los discos Servicio de lavandería -que trabajó en parte en Uruguay- y los dos Fijación oral, que la llevaron de ser fenómeno latino a estrella global. La reinvención de su sonido con Loba, Sale el sol, SHAKIRA, que fueron inclinándola cada vez más a lo electrónico y a lo urbano. El dorado, atravesado por Maluma, Prince Royce y Nicky Jam, el desenfado, el perreo. Canciones mejores, canciones peores, éxitos constantes. Y finalmente Las mujeres ya no lloran, el disco que escribió para sanar una historia y es, hasta ahora, su última lección.
En la gira que la traerá al Estadio, Shakira comparte los 10 mandamientos de las lobas. Algunos son: “No pedirás permiso para ser tú misma”, “Bailarás y cantarás cuando necesites sanarte”, “Aullarás, porque nadie podrá silenciarte”.
Con eso, y con cada una de sus transformaciones, Shakira logró ampliarse, expandirse, cautivar públicos nuevos sin alejar del todo a los anteriores e incluso atrapar a la generación TikTok, como si hubiera descifrado el misterio para trascender, para seducir más allá de las modas, más allá del tiempo.
La receta para el hit pop y su manera de cantar sobre temas universales -el amor, el dolor, el despecho- fundamentan parte de su permanencia. Pero la vigencia de Shakira sigue encontrando explicación en Pies descalzos y ¿Dónde están los ladrones?.
Porque no es solo el reggaetón, la alianza con Bizarrap o su era de empoderamiento lo que hoy convoca multitudes. Hay un llamado distinto, que tiene que ver con la memoria: con honrarse, reconocer algo de lo que fuimos, celebrar el tiempo y volver a aquel momento en que escuchamos una canción, descubrimos un reflejo y cambiamos nuestro propio rumbo.