Hay algo en la audacia de Lali, en el desparpajo serio con el que encara todos sus proyectos profesionales, que hace pensar que —para ella— cualquier cosa es posible. No en vano cerrará este 2025 como la primera artista en hacer cinco shows en el Estadio Vélez en un mismo año, ella, para quien haber hecho uno solo en 2023 parecía toda una osadía. Ni en vano es una de las poquísimas cantantes argentinas que se ha atrevido a versionar un clásico de Los Redondos, “Vencedores vencidos”, para sorprender a más de uno y cosechar los elogios del propio Indio Solari.
Entonces, cuando Lali anunció en un par de entrevistas previas al show de este sábado en la Rambla que habría una sorpresa importante, que la tenía “nerviosa, pero entusiasmadísima”, como confesó a El País, uno podía imaginar cualquier cosa. Que se cruzara con una banda de rock, que trajera a algún compatriota suyo, que versionara un tema de Rada o hasta que apareciera Jaime Roos. O por qué no Luana. O Jorge Drexler, a quien le ha declarado su amor. Lo que ocurrió, sin embargo, fue esto: Lali cantó con Natalia Oreiro, y todo tuvo sentido.
La argentina y la uruguaya trabajaron juntas en la telenovela Solamente vos (2013) y comparten no solo la doble pasión por la actuación y la música, sino un carisma sublime, un timing para la comedia, un recorrido que las vio empezar muy jóvenes en televisión para terminar triunfando en tierras lejanas, su posicionamiento como referentes para la cultura LGBTQ+ y una frescura que ha llevado a que muchos las comparen. Que compartieran escenario era inevitable y, para algunos, hasta necesario.
El sábado en la Rambla, en el show más grande que Lali ha dado en Uruguay hasta ahora, Oreiro —de rojo furioso, mientras la anfitriona lucía un vestido de espejos que reflejaba brillos en las paredes, el suelo y el techo del escenario— irrumpió en escena cuando ya estaba sonando su clásico “Cambio dolor”.
Juntas, las morochas del Río de la Plata también hicieron “Tu veneno” en dos golpes letales para el público millennial, y en la coronación de una semana plenamente pop que ya había tenido, por todo lo alto, el doble concierto de Shakira en Montevideo. Se regalaron elogios y sellaron su encuentro con un beso.
Todo eso ocurrió inmediatamente después de “Soy”, el himno queer por excelencia del repertorio de Lali. Para ese momento, los colores de la diversidad coparon el espacio, el grito pistero sobre la libertad de ser, de sentir, de querer se escuchó fuerte y cuatro drag queens locales —Mariza Regia, Pady Jeff (quien ya le había “pedido matrimonio” a la argentina en su último Antel Arena), Negrashka Foxx y Azaleia Bond— subieron a la pasarela para desplegar su arte. El cuadro musical, tan energético como simbólico, había dejado la energía a tope.
Esa, la de la energía, es la vara con la que se miden los conciertos de Lali, que ha logrado su mejor tour con la gira de presentación de No vayas a atender cuando el demonio llama. A la Rambla, con producción de Gaucho, logró traer un montaje mucho más cercano al que suele desplegar en Vélez, con una estructura de caños metálicos y focos de luces que aportan una presencia rockera, pero también industrial, sobre la que la cantante elabora uno y otro bloque acompañada de una banda sólida —Caro Cohen en percusión, Fran Azorai en teclados, Lu Torfano y Chipi Rud en guitarras, Juan Giménez Kuj en bajo y dirección musical, Tomi Luján en batería— y de un cuerpo de baile capitaneado por Denise De la Roche que, a diferencia del Disciplina Tour, tiene una presencia mucho más dosificada en escena.
En ese sentido, la gira de No vayas a atender cuando el demonio llama es la confirmación plena de Lali como artista. Todo el espectáculo está cargado en sus hombros, en su canto, sus movimientos, sus diálogos, sus miradas, sus actuaciones (coreografía y acting son siempre una sola cosa) y su capacidad de poder quedarse prácticamente sola en el escenario y, aun así, llenar todo el lugar. Eso queda en evidencia en el desenfadado baile final de “Sola”, una pieza electrónica que fue compuesta en Uruguay, pero también en su nueva lectura de “Diva”, cuando la cámara le hace zoom y ella juega a colocarse una corona imaginaria hasta desvanecerse.
El sábado, ante un público pasional que abarcó a varias generaciones, Lali recorrió todo su último disco a excepción de la emocional “No hay héroes”. Hizo lo que acostumbra en este tour: abrió con “Lokura” y ofreció un arrollador primer bloque a puro pop rock de alto voltaje; inició otro ligeramente más sombrío con canciones como reflejo de su maduración y el cambio de perspectiva sobre las cosas —“Obsesión”, “Morir de amor”, “33” y así—, siguió con algunas de sus piezas más irreverentes, incluyendo “¿Quiénes son?”, su homenaje a Moria Casán; luego puso el foco en el amor y después convirtió todo en una discoteca electropop para, finalmente, desatar el pogo y celebrar la rebeldía. El cierre definitivo fue con “No me importa”, a la que presentó como la canción más importante de la noche, quizás por cómo condensa su propia búsqueda y personalidad con lo que evoca en el público que la sigue. “Nunca fui lo que querían de mí y no me importa / Siempre están los que estuvieron ahí, el resto sobra”, dice el estribillo, y hay algo de eso que está en la base del fenómeno Lali: la reivindicación de la identidad propia y de la comunidad que cada uno construye para habitar este mundo.
“Este amor es rarísimo. No nos conocemos, pero nos conocemos y estamos eligiendo compartir esta noche inolvidable”, dijo Lali justo antes de presentar “Incondicional”, una power ballad que nació inspirada en el amor romántico y se fue resignificando hacia este sentimiento, ese que hacía que mientras se cantaba a viva voz eso de que “un amor como el tuyo y mío, atados por el mismo hilo”, una muchacha en medio del campo cerrara los ojos, se pusiera la mano en el pecho como si estuviera guardando algo sagrado, y otros amigos se abrazaran con el Río de la Plata de fondo para permanecer así todos los minutos que duró la canción.
Al final del concierto, cuando la energía feroz de Lali se había impreso en cada persona, en todos lados se repetía una misma escena: grupos de personas sacándose fotos, sonriendo con toda la cara, los ojos brillantes, como si en ese acto se pudiera registrar una sensación, un recordatorio de una felicidad que solo se encuentra en algunos recitales, cuando se conecta con el artista, con el público, con las canciones y una piensa que quiere quedarse con ese sentimiento para toda la vida.
La previa del show de Lali, en fotos
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