Mariano D’Andrea, La Nación/GDA
El varón del tango. Un muchacho taciturno. El último cantor popular. El que desterró el “tango llorón”. Se lo puede definir de mil maneras, algunas contradictorias entre sí. Y no es casual: a pesar de ser una de las figuras más importantes de la música ciudadana, Julio Sosa nunca dejó de ser un hombre; incluso luego de su prematura muerte, nunca se convirtió en santo pagano ni en un astro inalcanzable.
La historia de ese hombre que se convirtió en leyenda sin abandonar su humanidad comenzó en 1926, en Las Piedras, hijo de Luciano Sosa, peón rural, y Ana María Venturini, doméstica y lavandera. A pesar de saber que su destino lo llevaría a los escenarios, desde niño tuvo que ayudar a su familia, y lo hizo sin quejas.
“Ganaba un peso veinte por medio día, podando árboles, porque me repartía el salario con mi padre, que trabajaba el otro turno. También fui empleado de AFE. Yo decía que era mensajero, pero limpiaba los coches. ¡Hasta los gabinetes higiénicos!”, relató alguna vez.
Sosa no perdía las esperanzas: seguía convencido de que iba a ser un cantor reconocido. “Allá por 1947, estaba organizando un concurso en el Ateneo cuando en Los Rosales de Las Piedras el jockey Gualberto Pérez me presentó a un botija que cantaba”, recordó en la década de 1960 el compositor y periodista uruguayo Agustín Pucciano. “Me resultó un chiquilín de barrio, mal vestido, humilde hasta donde la humanidad se confunde con necesidad. Lo escuché cantar y comprendí que allí había un valor que tenía que madurar y lo traje al café Ateneo”.
Allí comenzaría su carrera y su estilo. “Llegado el momento, el botija participó del concurso. El más votado esa noche se llevaba un postre. Hugo Di Carlo no tenía cantor y venía para ver qué sucedía, por las dudas, por si aparecía algo. Cantó ‘La Gayola’. La barra se estremeció. Di Carlo pidió otra, pero el reglamento indicaba una interpretación por cantor o cancionista. ‘Carusito’ (bandoneonista, director de orquesta, letrista y compositor) accedió y por excepción lo acompañó con ‘Tengo miedo’. El aplauso fue más rotundo”.
Sosa no ganó el concurso, pero Di Carlo lo invitó a su orquesta en Montevideo. Aceptó y se enfrentó con un inconveniente: no tenía ropa. “Se le confeccionó un uniforme igual al que usaban los miembros de la orquesta, y cuando se le dijo que ganaría 140 pesos en el Club Sportivo Capitol, lo primero que hizo fue asustarse”, recordó Pucciano. El segundo problema a resolver era su nombre: en aquel tiempo un socías suyo se dedicaba a la política y era bastante conocido. Por eso, durante un tiempo, se llamó Alberto Ríos.
Con Di Carlo grabó su primer disco en 1948. En 1949 decidió que era hora de probar suerte en Buenos Aires; solo tenía cuatro pesos en el bolsillo y, anotado en un papel, el teléfono de un amigo. Lo llamó, y aquel hombre le dijo que fuera a verlo. Como no sabía cómo ir, su amigo le dijo que se tomara un taxi y que él pagaría el viaje cuando llegara.
Se instaló un tiempo en la casa de aquel amigo, hasta que pudo mantenerse. Cantaba en el Café Los Andes, de Chacarita, y después comenzó su camino ascendente. Con la orquesta del violinista Enrique Mario Francini y el bandoneonista Armando Pontier realizó 15 grabaciones. Después, con Francisco Rotundo, otros 12 temas. A mediados de los 50 regresó con Pontier, ya desvinculado de Francini. En esta etapa, grabó algunos de sus mayores éxitos: “Cambalache”, “Padrino Pelao”, “Tengo miedo” y “Araca la cana”, entre ellos.
En 1960, en el apogeo de su carrera, dio a conocer sus dotes para la poesía. Presentó su único libro, Dos horas antes del alba y se probó como letrista con el tango “Seis años”, musicalizado por Edelmiro D’Amario. También era pública otra de sus grandes pasiones: los autos de alta gama y la velocidad. Tuvo un Isetta, un De Carlo 700 y un DKW Fissore y con los tres terminó chocando.
A comienzos de los 60 sintió que ya era momento de comenzar una carrera solista. Se desvinculó de Pontier y convocó al bandoneonista Leopoldo Federico para dirigir una nueva orquesta. Junto a él grabó algunas de sus versiones clásicas: “La Cumparsita”, “Nada”, “En esta tarde gris” o “Qué falta que me hacés”. En 1964, además, actuó con Beba Bidart en la película Buenas noches, Buenos Aires, de Hugo del Carril. El film sirve como muestra de lo que ocurría en Argentina: ante el avance de la “nueva ola”, Sosa se convertía en uno de los bastiones fundamentales de la resistencia de la música ciudadana.
Fue el último cantor de tango capaz de convocar multitudes. Su estilo era único. Por más de que compartía la mitad del repertorio de Carlos Gardel, su voz grave y su manera de interpretar —y de decir— el tango aportaron un aceptado toque de modernidad, incluso, por la juventud rioplatense. El furor que causaba en cada presentación era tan fuerte que en un club los fanáticos llegaron a tirar un muro para ingresar al show.
“Hay un tango que él cantaba que estaba hecho como a su medida: ‘Guapo y varón’. Si Julio Sosa era guapo con la agudeza honda, noble del que supo beber en silencio los tragos amargos de una espera larga, aguardando un triunfo que se hacía esquivo. Varón, porque supo vivir con entereza todos los destinos que ponen a prueba a los hombres: el amor, el olvido, el desencanto, la ilusión... Todo eso que está en el tango y que él supo vivir y sentir realmente. Tal vez por eso, ponía tanto fervor, tanta verdad cuando cantaba. Él hizo el milagro de que el tango renaciera y volviera a entrar de lleno en el corazón de la ciudad”, definió al cantor su amigo, el poeta uruguayo Fulvio Nelson Maddalena.
El 25 de noviembre de 1964, Julio Sosa fue como invitado especial a un programa de Radio Splendid. “Lo acompañé en el ensayo y en su actuación frente al micrófono. Ensayó varias composiciones, repasó ‘Amor de verano’, que tenía previsto grabar el viernes 27, cantándolo estupendamente. Ya para el público, cantó ‘Cuando era mía mi vieja’, ‘Dicha pasada’, y ‘Por qué canto así'”, recordó hace años Federico Silva, poeta.
“El programa quedó cortó y el locutor le pidió que cantara otra pieza; ‘La Gayola’. Después firmó autógrafos, recibió infinidad de saludos, y muestras de admiración. Luego nos separamos. No sin antes de que Julio me invitara a acompañarlo a la despedida de soltero que le ofrecían al locutor de la orquesta, Oscar Montalbán. No pude ir”, explicó Silva.
Luego de la despedida de soltero, en una cantina del barrio porteño del Abasto, Sosa se subió junto a la joven cantante Marta Quintana, con quien vivía un tórrido romance, y un par de amigos más, a su DKW Fissora rojo, pero como manejaba con vehemencia, sus amigos decidieron bajarse del auto a las pocas cuadras. Su idea era ir a comer al Carrito 7, en Salguero y el río, pero nunca llegó.
Mientras conducía por Figueroa Alcorta, a la altura de Mariscal Castilla, quiso esquivar un camión con combustible y chocó de frente contra un pilar de hormigón. Cuatro costillas se quebraron y hundieron, lesionando uno de sus pulmones. Además, sufrió una conmoción cerebral. Ese mismo díalo sometieron a dos intervenciones quirúrgicas, pero no pudieron salvarlo. A las 9.30 del 26 de noviembre de 1964 se confirmó su fallecimiento. Tenía apenas 38 años.
Su muerte fue una conmoción. Se decidió velarlo en el Salón La Argentina, pero debido a la gran cantidad de gente, Hugo del Carril pidió que se habilitara el Luna Park. Bajo una intensa lluvia, unas 200 mil personas acompañaron el cortejo.
Las últimas frases que entonó en Radio Splendid tomaron cierto carácter profético: “Juntaré unos cuantos cobres pa’ que no me falten flores cuando esté dentro del cajón”. Curiosamente, “La Gayola” fue también uno de los que cantó Gardel en su presentación, antes del accidente aéreo que terminó con su vida.