En base a La Nación/GDA
El recurso es el de una doble ficción en lo que se conoce como “teatro dentro del teatro”, una representación en el libreto de una representación, un juego del que participa el espectador.
Bueno, eso, Rossini lo emplea magistralmente en su ópera en dos actos Il Turco in Italia a través del poeta Prosdocimo quien, en busca de un argumento divertido para su obra de teatro, escribe un libreto a medida que se desarrolla la acción, observando y manipulando las intrigas, seducciones y desencantos de los actores-cantantes como si fueran figuras de su cuento.
Y ahora Il Turco in Italia volvió después de más de 20 años, al Teatro Colón porteño. Y la estelerizó Erwin Schrott -el consagrado bajo uruguayo, uno de los más requeridos del mundo, expareja de Anna Netrebko, casado actualmente con una mujer iraní que no tiene vínculo con la ópera pero con quien ha formado “el dueto perfecto, sin máscaras ni roles que desempeñar”-, el responsable de darle vida a Selim, el exótico príncipe que titula la ópera, en un traje que parece estar cortado a su medida: el del seductor rompecorazones por el que todas suspiran.
Pero -y esto es lo notable que da cuenta de la jerarquía de Schrott y del lugar relevante que ocupa entre los mejores del mundo-, hay mucho más detrás de la fachada del galán. Hay, como en la ópera de Rossini, otra representación dentro de la representación: la del intérprete que no se conforma con las vanas apariencias por más suficientes que resulten y que indaga, con sensibilidad y constancia, en las motivaciones profundas, en la autenticidad, la belleza y el sentido final de la obra de arte.
Erwin Schrott ha forjado un lugar sobresaliente en el mundo de la ópera gracias en primer lugar a una voz de características singulares: grave, profunda, voluminosa y aterciopelada, dúctil y segura. Gracias también a una capacidad de interpretación en la que ha sabido imprimir el sello de la “pasión latina” (un concepto que visto desde estas latitudes podría sonar a lugar común pero que, en el terreno de lírica europea, equivale a la “denominación de origen” que identifica a los buenos vinos como originarios de una región por las cualidades que la representan). Y, finalmente, gracias a un carisma y una imagen con la que ha podido encarnar el rol del seductor mejor que nadie.
Pero Schrott -quien nació en Montevideo, ganó el concurso Operalia dirigido por Plácido Domingo uno de los barítonos más requeridos del mundo y una de las figuras de cierta farándula cultural- demostró unas capacidades extraordinarias, certificadas por su permanencia en los escenarios o el reciente nombramiento de “Kammersänger” en Viena, la mayor distinción con que se honra a un cantante lírico en Austria y de los más prestigiosos reconocimientos en la música clásica a nivel mundial.
La última vez que Schrott actuó en Uruguay, de donde se fue hace más de 30 años, fue en 2015, con una versión de L’elisir d’amore en el Solís con puesta en escena de Sergio Renán y vestuarios de Gino Bogani.
-¿Te gusta o te agota el peso de esa imagen cristalizada en el Don Giovanni de Mozart, tu rol por excelencia?
-En absoluto. Llegar a cualquier posición es irrelevante, lo interesante es mejorar y sostener ese lugar lo cual tampoco significa que quiera quedarme allí. Todos tenemos aspiraciones, pero si solo nos concentramos en el destino final, perdemos la belleza y las lecciones del viaje, porque como dijo Kierkegaard: “la vida solo puede entenderse hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante”. Siempre estoy buscando crecer, explorar roles, emociones y formas de conectar con el mundo y los demás. Si hablamos de Don Giovanni, claro que ha sido y es un papel esencial para mí: las más de 500 funciones que he hecho en todo el mundo son la prueba de ello. Pero aspiro y trabajo para que mi carrera sea como una biblioteca con todo tipo de géneros, y no solo con el best-seller en la sección de los galanes. La comparación puede ser divertida como punto de partida, pero no como definición. Cada rol, cada actuación es una página nueva en mi propio libro, y me emociono por todo lo que queda por escribir en él.
-¿Qué has reflexionado respecto de la imagen?
-La imagen en la ópera ha cambiado muchísimo con la llegada de las redes y la globalización. Creo que es un arma de doble filo: nos da una plataforma para llegar a una audiencia más amplia, pero crea una cierta presión (sobre todo en las generaciones nuevas) por “mantenerse en el personaje”. Lo que más me gusta que vean en mí es que soy auténtico, que en el escenario soy una extensión de mí, de mis emociones y experiencias. Valoro la autenticidad así que me encanta cuando la gente la percibe en mi trabajo. Lo mismo cuando señalan la pasión que pongo al cantar. No hay mejor cumplido que ese porque llegar a la gente en un nivel profundo, saber que una actuación mía los emociona o los hace pensar diferente, vale oro para mí.
Recientemente, Schrott terminó en Italia el rodaje de la película ¡La ópera!, de Davide Livermore y Paolo Gep Cucco, producida por la RAI con las participaciones de Fanny Ardant, Vincent Cassel y Rossy de Palma entre otros. Schrott interpreta la figura de Pluto, “una deidad del inframundo, mucho más que un dios de la muerte -explica el bajo, deslumbrado con la experiencia cinematográfica-. Me dio la posibilidad de un abanico interpretativo muy distinto de los abordajes de la ópera, enigmático y lleno de contrastes”.
El film cuenta una historia al estilo de Orfeo que traspone el mito a un lenguaje contemporáneo donde las palabras, la música, el diseño del sonido, las artes visuales y la moda (con el vestuario creado por Dolce & Gabbana), confluyen en una narración original con tecnologías innovadoras y fusiones de géneros que promete un resultado sorprendente.
Y al final, el principio: el tango. El género de los orígenes de los que nunca se ha apartado.
-¿Qué poesías te identifican más profundamente que otras?
-“El día que me quieras”, porque habla de un amor eterno. “Volver”, que me emociona por razones obvias, por volver a las raíces, a los amores y los desamores que me hicieron quien soy, porque canto esa canción y reviven fragmentos de mi vida en cada palabra: mis padres bailando en el patio de casa, mi barrio, mi historia y mi cultura. Y, como buen uruguayo, “La Cumparsita”, que nunca me falta, porque me recuerda que la vida no es color de rosa, que aun en el dolor y en el adiós hay una belleza que merece ser cantada. El tango es ese viejo amigo que me conoce mejor que nadie, el que tiene la palabra justa cuando ni yo mismo tengo las palabras. Por eso, cada tango que canto es un pedazo de mi alma que comparto con el mundo.