Entre las 19.00 del domingo 13 y las 00.30 del lunes 14 de noviembre, la última noche de la gira de Agarrate Catalina por Argentina, unas 15 personas entran y salen, una a la vez, de un camarín cuadrado ubicado debajo del escenario del Teatro Gran Ituzaingó, a 35 kilómetros del centro de Buenos Aires. Allí en una pieza blanca, apenas con un espejo, un escritorio, una luz fría e impersonal, un soporte para perchas sin uso y dos sillas de plástico negro, pregunto a la mayoría qué son, qué es eso que representan cuando están juntos. Once dicen esto:
—Es mi familia elegida. Un encuentro, un montón de cosas más allá de venir a laburar.
—Es mi segunda casa, un lugar de contención en momentos complicados. Yo no lo puedo ver casi ni como una murga.
—Siempre digo que me tocó la varita mágica.
—Es, más allá de un orgullo, una suerte. Como un desahogo, una terapia.
—Es una barra de amigos que casi que conocí en un asado, y se nos fue de las manos.
—Es una forma de vida.
—Es una experiencia, una satisfacción y un placer.
—Una familia maravillosa.
—Esto es realmente una manera de ver el mundo.
—Gran parte de lo que soy.
—Nuestro mundo a escala. El trabajo de construir un mundo ideal, si pudiéramos, se parecería a esto. Un desastre para el resto, probablemente, pero para nosotros no. La Catalina es probablemente el lugar en el mundo donde yo mejor estoy.
Agarrate Catalina es una murga; de las uruguayas, la más reconocida a nivel internacional en los últimos 15 años. Es un colectivo, una estructura cooperativa y una compañía artística. Fundada en 2001 por iniciativa de los hermanos Yamandú y Tabaré Cardozo, se gestó en la órbita de Murga Joven y en 2003 debutó en el carnaval mayor. Concursó 12 veces, ganó cinco primeros premios y a tres años de su estreno en la competencia se inició en el mundo de las giras por el exterior. El primer paso fue Argentina, en 2006; tres años más tarde debutaba en Cuba, y para 2014 llegaba a Australia y a Egipto, a Estados Unidos e Israel, a Turquía y Alemania, a Tokio y a Seúl.
Desde afuera, es la agrupación que más pasiones despierta en su categoría: tiene fanáticos que llevan su nombre tatuado y detractores feroces, que pueden lanzar amenazas que asustan. Desde adentro, es una especie extraña.Martín Ambrosio, bombista, dirá: “Es raro ver una murga con chocolatada y galletitas Lulú”.
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Lo último que había pasado antes de la pandemia había sido triunfal. En 2020, con el espectáculo Amor y odio que fue acusado de tibio y poco arriesgado en lo político, Agarrate Catalina volvió a ganar un primer premio en carnaval. Después, por el covid, todo fue un intervalo ambiguo, una distancia obligada, un desconcierto. Y hacia fines de 2021, la claridad.
En noviembre del año pasado, la murga volvió tímidamente a Argentina con un puñado de fechas que templaron los cuerpos para el inminente concurso. La involución de las especies fue una propuesta sólida en rubros y efectiva en su mensaje, pero no alcanzó para el bicampeonato. Asaltantes con Patente sacó 28 puntos de ventaja.
En mayo de 2022, con la pandemia en vías de reducción, la murga retomó sus visitas a Argentina, su plaza más fuerte y caliente luego de la uruguaya. Estuvo en el Gran Rex, Mar del Plata, Olavarría, Neuquén, Cipolletti, General Roca, Necochea, San Nicolás, Pergamino, Bahía Blanca, Tandil y, en el medio, Chile. En julio hizo una segunda vuelta (Gualeguaychú, Paraná, Resistencia, Reconquista, Rafaela, Santa Fe, Concordia) y en noviembre, tras haber recorrido varios puntos de Uruguay con este título, volvió para cerrar la temporada de reencuentros. El mapa fue así: Rosario, Córdoba, La Plata, Avellaneda e Ituzaingó.
Ahora, que se confirmó que la Catalina volverá a tomarse un descanso del carnaval, ya hay fecha de regreso al país vecino. Estará el 16 de febrero en el Centro Cultural Konex, pero antes, el 14 y 16 de diciembre, cerrará el año en Montevideo, en Sala del Museo, con un clásico: las Cantarolas. Hay entradas en Redtickets y ahí, en ese espacio, lo único que importa es compartir la música.
Ahora, que es domingo 13 de noviembre, que el aire es húmedo y que la gira argentina acaba de cerrarse, la sensación que queda en los camarines del Teatro Gran Ituzaingó es de sorpresa. Nadie esperaba que, con la coyuntura económica actual, fueran a tener una convocatoria así: más de 3.000 personas solo en las últimas tres fechas.
—Es como revivir, esto. Ves la dimensión que tiene la murga fuera del país, que es impresionante. Que la quieran como quieren a la murga, que ya hace 21 años que transitamos este camino, te llena de emoción. No sé si estamos haciendo las cosas bien, mal o regular, pero le ponemos todo y eso se nota. La gente lo nota, lo nota porque te lo agradece cuando bajás, cuando estás ahí, te sacás una foto. Y eso es impagable.
Humberto Orique, Samanta, está en Agarrate Catalina desde que se cruzó en la calle con Yamandú Cardozo en tiempos de Murga Joven, se arrimó a un ensayo y no se fue más. Desde que debutó en La Gran Muñeca hasta hoy, ha hecho siempre lo mismo: se para al fondo del escenario, al medio de la batería de murga y con el mismo gesto plácido con el que luego dormirá en el barco de vuelta a casa, choca una y otra vez los platillos. Los golpea fuerte, roza apenas los bordes, los deja vibrar, los aporrea sistemáticamente y cierra los ojos durante largos tramos, y entonces aunque hay casi 20 personas en el escenario y más de mil en la platea, lo único que existe es la música. El ritmo.
—Sin batería no habría murga. Pero a la hora de trabajar es un caso aparte: el coro ensaya, nosotros escuchamos, y buscamos. Todo tiene un sonido.
Ahora que el show terminó, que el único sonido es el barullo de las conversaciones y el choque metálico de los micrófonos e instrumentos que se desarman tras un telón aterciopelado y rojo, unas bolsas de tela negra engullen la magia. La utilería (una garrafa, una azada, una hoz), los sombreros como criaturas, los trajes como una fiesta, todo se reduce a un puñado de paquetes ciegos que no dejan ver ni un indicio de lo que pasó.
Cuando una murga está sobre el escenario, cuando 14 coreutas cantan al unísono y bailan en un vaivén saltarín que flota de lado a lado -un paso corto y luego otro, los brazos semiabiertos y plegados como alas, a veces una vuelta entera-, cuando el piso late, no hay lugar más feliz donde estar. Cuando una murga se va, lo único que queda es —a veces— la promesa de volver. Después, un espacio negro, pelado, vacío. Y el silencio.
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La condición de rara avis de Agarrate Catalina va más allá de la capa externa. La forma en la que trascendió las barreras del concurso hizo que la murga trabaje todo el año y que su fuerte sea, justo, lo que pasa fuera de febrero. Por su lógica de cooperativa, sus responsables aseguran que ser parte de la competencia no implica una zafra de diferencial económico; ir a Argentina y dar 23 shows en un año de moneda devaluada, tampoco. Sin embargo, dice Yamandú, director responsable, hay que ir, hay que mantenerse cerca. Hay que estar.
Cuando se la quiere golpear, además de acusarla de operadora frenteamplista y aliada del expresidente José “Pepe” Mujica, a la Catalina se le dice que hace teatro, no carnaval.Tiene más de un elenco (el estable y el itinerante), fichajes hechos pensando específicamente en las giras, y figuras que entran y salen en función de la necesidad personal y artística. Donde en carnaval sonaron las voces de Freddy “Zurdo” Bessio y Maximiliano Porciúncula, en Argentina estuvieron Leonardo “Oso” Gómez, Agustín Pittaluga, Carolina Gómez Iriarte y una incorporación reciente, la cantante Maia Castro. Hay unos 15 que permanecen desde el primer año, una isla en medio del océano carnavalero.
Pero la murga no se tensa en el binarismo de protagónicos y secundarios. No se comporta como una familia, no se percibe jerárquica como un equipo de trabajo, y por momentos tampoco es un grupo de amigos. Hay algo primitivo entre sus integrantes, un diseño cuasi biológico que determina hasta dónde ir, cómo decir, cuándo frenar; un censor interno que hace que el modo nunca se pierda, que la voz nunca se levante, que la discusión nunca surja. Un código tan implícito como inviolable.
—Tiene que ver con que hay una base grande que somos los mismos, y que antes de fijarnos en lo artístico, lo estrictamente artístico, nos fijamos en quién puede convivir dentro del grupo. Por más de que seas un fenómeno. Si no podemos convivir, te terminás yendo solo—, dice Darío Rabotti, cantor primo, uno de los componentes de la primera hora.
El sábado 12 de noviembre, en el Teatro Colonial de Avellaneda, Diego Pérez, segundo, quiere probar cómo suena el coro con el sistema de amplificación PA apagado, para tener una experiencia más cercana a la que ocurre cuando el público ocupa todas las butacas y entonces el aire y la resonancia cambian. Tabaré Cardozo, director escénico, obsesivo, no está de acuerdo y argumenta una, dos, tres veces. Al final ordena: “La barra acá pide a ver cómo se escucha sin PA. Hacemos 20 segundos y seguimos”.
El ensayo es accidentado. Un ruido blanco y ensordecedor se cuela por los monitores y lo inunda todo, y alarga mucho más de lo debido esto que, con 21 años en la carretera, debería ser de rutina e incluso podría ser salteado. Después, cuando comienza el show, la guitarra de Tabaré deja de andar y otra vez hay que lidiar con la tensión.
Al día siguiente, en Ituzaingó, todo empeora: se abre el telón y Yamandú sale a escena y entonces descubre que el público no escucha al menos lo que sale del 80 % de los micrófonos.
Se trabaja, se improvisa y más tarde o más temprano, se resuelve. No hay un solo roce.—El amor que nos tenemos —no un amor naif, de todo el día color de rosa— se traduce en el respeto de ir a plantear de frente algo complicado. Esta murga tiene eso de sobra. Es realmente una casa muy linda para habitar—, dice Martín Cardozo, cupletero.
Agarrate Catalina es, para quienes la habitan, una vecindad de pasillos anchos, de puertas abiertas y espacios amplios, donde el tiempo nunca pasa. El hogar de la infancia y de los años importantes, donde puede faltar de todo, pero nunca falta la comodidad.
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Juan Carlos Baglietto en el escenario del Teatro Coliseo de La Plata, para cantar “El tiempo me enseñó” y después, solo, “El témpano”. Una mesa cubierta de ensaladas. Botellas de refresco despojadas de su etiqueta y llenas de la cerveza artesanal que sobró. Una niña, Aleida, que corre de acá para allá y es la reina del lugar. La silbatina sobre los hombros (a veces estos) del que sube último a la camioneta para volver a la ruta. El techo del Teatro Coliseo cruzado de nombres clásicos: El barbero de Sevilla, Guillermo Tell, Hamlet, La vida es sueño, Fausto, Aida, Tartufo, Lohengrin. El niño enjuto que lleva remera de Messi y salta, desaforado, mientras escucha el cuplé de “La violencia” al fondo de la platea. El Pato Galván, periodista argentino, que en la madrugada le dice a Yamandú, cuando se lo cruza en un bar, que por favor, que él también quiere salir en la murga. La tapa de un tupper como abanico en el sopor de algunos camarines. Un tatuaje de Superman en una pantorrilla maciza y un muñeco de Wakanda Forever con la cara pintada de murguista. Banderas de Uruguay. El muchacho robusto de la primera fila, porte de metalero o de sindicalista, teléfono rojo en mano, lágrimas en los ojos cada vez que intenta cantar. El altar al lado del escenario de Ituzaingó con una remera de L-Gante como símbolo central. Las llaves de 14 habitaciones de hotel y las 24 personas que allí se guardan. Tabaré Cardozo con unos calzoncillos Zantino en la mano que arrancan la carcajada del público. La cara de una mujer que se queja (que desprecia) porque hay otra mujer más en la murga. El corazón que mira en el medio de la espalda del traje de Yamandú. La camisa de estampas extravagantes que sus compañeros ven en la calle, compran y le regalan. La multitud que, cada noche, sigue a la murga cuando baja del escenario, la acompaña a la vereda, le hace palmas y luego, cuando la batería deja de repicar, abraza y besa y tironea y pide fotos y exige y quiere y un poco hierve. En el último viaje, al fondo de la camioneta, la risa expansiva de Matías Beracochea, una metralla de cañitas voladoras agudas que le hacen arquear y convulsionar el cuerpo sobre el asiento y que todos estaban esperando: todo esto, el álbum de fotos de tres días con la Catalina.