MIGUEL CARBAJAL
El tema ha sido tratado por el cine y por la literatura pero siempre con un sesgo sexual. Cuando la agachadita perdió su convocatoria en el arrime de figuritas y la ciencia de las bolitas, la inocencia desapareció de los planteos. Como contrapeso se convirtió en el eje central de la política. Cuando Bill Clinton y Mónica Lewinsky jugaban a las agachaditas en el Salón Oval de la Casa Blanca, el público internacional advirtió que se trataba de un intercambio. Se imaginó rápido qué era lo que supuestamente hacían un presidente joven y rubicundo con una pasante más joven y más rubicunda entre los costados del escritorio y el hueco del sillón presidencial. No sé si el gentío se tragó la disquisición en materia filosófica-sexual que imaginaron el presidente y sus asesores.
De cualquier manera la justicia electoral determinó que el sexo oral, o algo similar, que el mandatario y la estudiante cometían repetidamente y con fruición, no era el sexo tradicional que reclamaba la Constitución norteamericana (¿dónde?), sino una variante (¿legal?) que demostraba que Clinton no mentía cuando había dicho que no había mantenido relaciones íntimas con Mrs. Lewinsky.
Los sexólogos por un lado y los estudiosos sociales por el otro afirman que las nuevas costumbres de la sensualidad actual no tienen nada que ver con las que regían en el pasado y que la muerte del mito de la preservación del himen, junto con el uso de la pastilla, establecieron una juventud diferente a la de antes. Algo así como que la famosa escena de las películas de "teen agers" americanas que terminaban con las cabezas de las muchachas zambullidas en las ingles de sus compañeros, no mostraba ni un acto de provocación y menos de inconformismo, sólo que recogían escenas de la vida cotidiana.
Dentro de un mundo globalizado. No hay que mirar con ojos de censura a la minoría de edad. Hay que protegerla. Pero las reglas de antes ya no sirven para nada. El cine demostró también que no sólo existían agachaditas verticales, que se requerían las horizontales como exigió el desprejuicio de Jeanne Moreau en Los amantes.
Pero no se trata de atar siempre las reverencias con los reclamos de la libido. Dos políticos uruguayos se han convertido en los reyes de la agachadita sin que existiera ningún tipo de punción erótica. La de Jorge Batlle con el micrófono de una cadena norteamericana, donde declaró en público lo que los uruguayos en su totalidad pensaban en privado, fue un acto de sinceridad brutal. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho tuvo que preparar el acto mediático del otro día en que viajó especialmente a Buenos Aires para abochornarse frente a Duhalde, pedir disculpas, acordarse de su genealogía, y hasta llorar. Y lo que el presidente Vázquez ha hecho ahora, prestándose a la presión de la última tilinguería argentina, aunque la disfracen de española, desmintiendo a su equipo de gobierno, tirando por el aire el último átomo de gobernabilidad independiente que tenía, para postergar la inauguración de Botnia, es el monumento a la agachada.