James Cagney y sus colegas bajitos

MIGUEL CARBAJAL | LAS COLUMNAS

El arribo de Gary Cooper y los otros rangers todavía demora un poco en producirse. Son ellos los que establecen las nuevas pautas fotogénicas y convierten a los fotógrafos de los Estudios en los sucesores del impresionismo europeo y sus secuelas.

El primer galán que mueve multitudes es un siciliano mediano de perfil sibilino. Cuando no se "produce" pasa desapercibido. El día que resuelven trasladar a zonas masculinas el rimmel, que fue inventado para perfeccionar los ojos de las actrices, nace el primer mito. Tiene una buena base de pestañas, pero no es Wilson. Una ayudante de cosmetología resuelve probar, en él, el tipo de efecto traumático que produce en la cara de los boxeadores una buena jornada de trompadas y cambia la historia de los primeros planos. Lo singular de Valentino no es sólo la forma como actúa sobre su piel el exceso de maquillaje -es como si lo enfocaran con un reflector gigante- sino que traslada a la cotidianidad, un poco disminuida, la moda de los delineadores permanentes. Ni siquiera Pola Negri podía competir con la mirada asesina del italiano que usaba tacos por dentro para acentuar su gallardía. El concepto de estatura todavía no ha llegado y el manual estético que empezó a practicarse a finales de los Treinta está lejos de gestarse.

Fuera del exotismo de Valentino, el gusto promedio de los norteamericanos se inclinaba por el perfil de John Barrymore, el estado atlético de Douglas Fairbanks y el tipo impresentable pero exitoso de Mary Pickford como la novia de América. Se apostaba a los hijos del vecino cuando todavía los nuevos deportes y la nueva alimentación no permitía hacer de ellos futuros gigantes. Humphrey Bogart medía 1,55 cuando inventa los pistoleros con glamour. El actor aparece escénicamente en "El bosque petrificado". Lo acompaña un elenco abultado de actores de carácter, la mayoría europeos, y como primera dama una mujer pequeña y frágil con los ojos de una poseída. Es el punto de partida de Bette Davis.

James Cagney es una especie de prototipo irlandés del fósforo, pelirrojo, cabezón y dueño de un carácter irascible que lo convierte en el enemigo público número uno y el mandamás del hampa. Lo que le falta de centimetraje le sobra de carácter. Posee un tono de voz estridente y unas cuerdas vocales poderosas. Trasmite tanto vigor que no es necesario buscarle actrices de corta talla. Tampoco es un Dany de Vito, cuando el cine se aproxima al enanismo. Cagney es un hombre mayor cuando le toca Doris Day como pareja en una especie de musical. Cuando la estrella canta "Ámame o déjame" le hace recordar a los espectadores que ella es algo más que una comediante payasa. Ese extraño momento lírico es posible porque Cagney, como ha sido habitual en él, saca de sus coprotagonistas lo mejor que éstas tienen. Paralelo a Cagney otro pequeño personaje entra en acción. Mickey Rooney, todavía es el compañero de Judy Garland en las películas de corte doméstico. Su fuerte es la comicidad, no el temperamento, aunque temperamento no le falta a esa cucaracha colorada con fama de divo. Y un poco después entra a tallar Alan Ladd, que fue el primer galán por debajo de los estándares. La estatura fue siempre un factor secundario.

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