Gregorio Belinchón/EL PAÍS DE MADRID
Hubo un tiempo en que Pixar y Disney eran máquinas de hacer dinero en la animación, principalmente por su creatividad y demostración de talento. En los años noventa, títulos de Disney como La bella y la bestia —llegó a competir por el Oscar a mejor película— o El rey león, junto al éxito de Pixar Toy Story, empujaron a la Academia a crear el Oscar a mejor largometraje animado. Se reconocía así un poderío artístico, aunque cuando en 2001 se entregó por primera vez esa estatuilla, la ganadora no fue ni de Disney ni de Pixar (y eso que la productora logró con Monstruos Inc. la nominación).
Aquel primer año el Oscar fue para Shrek, megaproducción de DreamWorks; en la siguiente edición el premio se lo llevó la japonesa El viaje de Chihiro, de Hayao Miyazaki. El objetivo, premiar la excelencia, se cumplía.
Cinco lustros después, ni Pixar ni Disney han mantenido esa calidad. Ahora bien, abierta la caja de Pandora de galardonar películas animadas, por esa rendija se ha colado, para sorpresa del Hollywood más industrial, la animación de autor que se realiza en el resto del mundo.
Y en este 2025 serán tres de cinco nominadas: la británica Wallace y Gromit: la venganza se sirve con plumas (está en Netflix), la letona Flow (que se estrena este jueves en Uruguay) y la australiana Memorias de un caracol. Por primera vez, manda en cantidad la animación alejada de los grandes estudios. Además, dos han usado la farragosa técnica stop motion, que fotografía paso a paso cada momento de la película con muñecos y decorados realizados a mano. Si el cine de autor de Cannes ha arrasado en la categoría a mejor película, en la animación, en una ola similar, quienes marcan el paso son artesanos con imaginación bulliciosa y resoluciones brillantes: también en la animación hay autoría.
En la tercera entrega del Oscar al largometraje animado ya participó un film francés, Las trillizas de Belleville: Francia ha logrado siete nominaciones en esta categoría. España lo ha conseguido en tres ocasiones, justo las mismas en que ha llegado desde 2001 al quinteto finalista a película de habla no inglesa o, como se denomina actualmente, película internacional.
El año pasado, Robot Dreams, de Pablo Berger, fue una de las dos películas extrahollywoodenses nominadas, junto a la ganadora, El chico y la garza, de Miyazaki. Puede que el Oscar arrancara demasiado tarde para reconocer a las grandes escuelas de animación del Este de Europa, pero ha llegado a tiempo para homenajear a las maravillas del estudio Ghibli.
Así que tarde o temprano se esperaba lo que ocurrió este año: la artesanía gana. Aunque Netflix ha puesto gran parte de la financiación de la nueva entrega de las aventuras de Wallace y Gromit, su productora es Aardman, mítica empresa en la animación stop motion, que desde Bristol ya ha ganado cuatro premios Oscar, uno de ellos al mejor largo en 2005 con Wallace y Gromit: la maldición de las verduras. Letonia ha logrado su primera y segunda nominación a los Oscar con Flow, de Gints Zilbalodis.
El drama silente (sin palabras, pero con sonido ambiente) compite en animación y película internacional, casi igualando a la danesa Flee, que en 2022 alcanzó la candidatura triple: película internacional, documental y animación.
Zilbalodis y Elliot apuestan por historias personales y artesanía
Por videoconferencia, dos días antes del anuncio de las candidaturas, Zilbalodis (Riga, 30 años) recuerda que hasta Flow —la historia de un gato que sobrevive a una inundación en un bote junto a otros animales, en un extraño mundo con restos de huellas humanas— siempre había trabajado en solitario:
“En muchas cosas, como esa lucha por encajar mi visión personal en un equipo, me he inspirado en Miyazaki. También en cómo le otorga el tiempo necesario a plasmar las emociones en la historia, en que nunca olvida el trasfondo medioambiental, y en ese tono de realismo mágico aderezado de cierta abstracción en los dibujos. Y también a algo poco habitual en la animación: si algo sale mal, se tira, se reescribe y se empieza de nuevo. No hay que seguir el guion de forma mecánica”.
El caso del australiano Adam Elliot (Berwick, 53 años), responsable de Memorias de un caracol, es similar en su apuesta por primar su voz, aunque distinto en carrera: el animador ya ganó un Oscar a mejor corto de animación en 2003 con Harvie Krumpet. “Agradezco que cineastas como Wes Anderson o Guillermo del Toro (el único director que ha ganado el Oscar principal y el de animación) hayan allanado el camino para otras películas de animación adultas. Siempre ha existido esta animación autoral, pero solo nombres tan influyentes abren las puertas de los multicines”, contaba en setiembre en el Festival de San Sebastián, donde presentó su film.
Zilbalodis y Elliot coinciden en un mantra creado por Del Toro: “La animación es una técnica, no un género. Ni es solo para niños”. Para el letón, “con la animación puedo contar cualquier historia. Cualquiera”. Y sobre la crisis creativa de Hollywood, reflexiona: “Cuanto más grande eres, menos libertad te queda. Yo me puedo permitir experimentar. Voy más justo de presupuesto, y a cambio es mío. Sinceramente, creo que en los próximos años habrá aún más películas animadas de autor, especialmente europeas, porque podemos acceder a fondos públicos con los que arrancar. Después ya llegarán los beneficios económicos y artísticos. Ahí está la clave: ¿hacés películas para comunicarte y transmitir o para ganar dinero? Europa no puede caer en el error de imitar a Disney... porque Disney ya existe. Contemos nuestras historias y si están bien hechas en el camino se convertirán en universales”.
Flow es tan personal que Zilbalodis la ha coescrito y la ha dirigido, coproducido, montado, realizado las direcciones de arte y de fotografía... “y en la música al final pedí ayuda para desarrollar mis melodías”.
Sobre el desgarro que atraviesa toda Memorias de un caracol, Elliot explica: “Sé que Disney no la hubiera acabado igual... Bueno, ni me hubiera dejado hablar de intentos de suicidio, abandonos familiares o de depresión. Y con todo, creo que mi público es de cualquier edad, porque en la vida pasan todas esas cosas y necesitamos verlas, afrontarlas y asumirlas. Claro que quiero ser mainstream, ¿y quién no? Aunque no a cambio de traicionarme”.
Memorias de un caracol (sin fecha de estreno en Uruguay) y Flow aportan un último valor: el de la belleza de la imperfección de la artesanía. “Creo que hay muchos espectadores hartos de la animación digital impoluta”, dice el australiano. “Y que disfrutan viendo algo hecho con las manos”.
Zilbalodis es aún más contundente: “En mi siguiente película, en la que ya estoy trabajando en la música, que marcará la acción, creceré en ambición. Pero se me verá en cada plano. Yo soy así, soy el autor de Flow. No voy a cambiar. ¿Para qué imitar a Disney en barato?”.
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