Guillermo del Toro, el mexicano ganador de tres Oscar, tiene predilección por criaturas frágiles, los marginados, los monstruos entrañables.
Lo dejó claro, para no ir muy lejos, con su formidable Pinocho, su adaptación de otro clásico de la literatura y que es una de sus grandes películas. Un niño de madera al que le crece la nariz cuando miente, creado por un artesano algo loco, es definitivamente un monstruo.
Y lo es la criatura de Frankenstein, la película que acaba de estrenar en Netflix y que ha sido presentada como su proyecto soñado, incluso desde antes que imaginara ser director. Eso es demasiado riesgoso: los sueños cumplidos no necesariamente están a la altura de lo que los otros esperan de uno.
No hay historia más clásica y repetida en el cine que la del doctor Frankenstein, que tiene una veintena de versiones en cine desde un corto de Edison en 1911 hastaPobres criaturas, la versión femenina de Yorgos Lanthimos, con Emma Stone.
La más perdurable es la de 1931, dirigida por James Whale y estelarizada por Boris Karloff, quien aportó el aspecto tradicional de la Criatura (la cabeza plana, los tornillos en el cuello) aún repetida en trajes de Halloween poco originales.
Otra versión importante es la de Terence Fisher de 1957 con Christopher Lee y Peter Cushing en La maldición de Frankestein, con apariencia que debe más a Powell y Pressburger que a las referencias góticas originales. Y está El joven Frankenstein de Mel Brooks. Una favorita personal es El espíritu de la colmena, la relectura del mito que hizo Víctor Erice.
Frankenstein es un proyecto a la medida de Del Toro, un cineasta que aunque con un pie firme en el clasicismo de Hollywood, está cerca de, póngale, Federico Fellini, con quien comparte más de lo que parece aunque la comparación suene rara. Los universos de sus películas son puramente cinematográficos, tienen tendencia a la espectacularidad y una adhesión al carácter artificial y artesanal de la puesta en escena.
En las películas del mexicano —como en las del italiano— no sólo es importante lo que se cuenta, que a veces funciona como una excusa (en esta por momentos pasa esto), sino el proceso que lleva concretar esos sueños en una pantalla.
De hecho, como para dejar claro que en su caso la factura es tan importante como la propia película, Netflix un ofrece un documental sobre cómo se hizo esta Frankenstein. Ahí queda en evidencia lo abrumador de despliegue logístico, técnico, artístico que involucran las películas de Del Toro que, más allá de su uso de la tecnología, son obras analógicas, artesanales, de cine.
A eso ayudan el diseño de producción de Tamara Deverell (nominada al Oscar por El callejón de las almas perdidas, una de las obras maestras de Del Toro); la fotografía de Dan Laustsen (habitual compinche) y la partitura del dos veces ganador del Oscar Alexander Desplat. Y se suman técnicos, capataces y obreros comprometidos con eso de llevar al cine la exigente visión del director.
Así se consiguen, para empezar, escenarios tan deslumbrantes como el laboratorio del doctor Víctor Frankenstein (aquí con la cara y un peinado raro de Oscar Isaac); el molino donde se refugia la Criatura (Jacob Eroldi, lejos de su Elvis Presley de Priscilla), un campo de batalla de la Guerra de Crimea o los vestuarios de Elizabeth (Mia Goth), el repartido interés romántico de esta versión cuya historia y guion también son de Del Toro.
La vistosidad es parte de su estilo. Se nota en el clasicismo de La forma del agua, la imaginación de fábula aterradora de El laberinto del fauno, la tecnosicodelia de Titanes del Pacífico, el noir existencialista de El callejón de las almas perdidas y el aire de historieta de Hellboy. La lista parcial revela el nivel de producción que precisan sus proyecto.
Así consiguió esos tres Oscar (dos por La forma del agua, uno por Pinocho) y la estatura de uno de los grandes directores de la historia. El laberinto del fauno, su historia de monstruos que transcurría en tiempos del más aterrorizante franquismo, quedó en el puesto 17 en el ranking que hizo la BBC en 2016 con críticos de todo el mundo sobre la mejor película del sigloXXI; otras encuestas menos canónicas la ponen más arriba. En las tempranas predicciones para el Oscar, Frankenstein figura en las 10 candidatas a mejor película.
No es casual que en general se lo asocie con lo gótico, cuyas catedrales, por ejemplo, requerían la habilidad de un centenar de oficios y más obreros. Es lo que necesitan sus proyectos.
El gótico es, además, una de las grandes referencias visuales con su estética rápidamente sintetizada en melancólica, oscura, romántica y su arquitectura, portentosa de sus películas.
Frankestein o el Moderno Prometeo, la novela que Mary Shelley publicó en 1818, es considerada uno de los mejores ejemplos del Gótico literario. Surgió en las orillas del lago Ginebra en una cumbre que integraban Mary Wollstone Godwin (o sea, Mary Shelley), su amante, el poeta Percy Shelley y el maldito Lord Byron, quien propuso a ver quién escribía la historia más terrorífica.
Uno de los temas de aquellas tertulias era el debate, en boga en círculos científicos, sobre la posibilidad de crear vida sin intervención divina. Shelley soñó con un monstruo creado a partir de tejido muerto por un científico en plan mesiánico. Esa es la base de su historia y de las múltiples adaptaciones y relecturas que se han hecho desde allí.
Al igual que la novela, el Frankenstein de Del Toro empieza y termina en el Círculo Polar Ártico, donde el doctor Víctor ha llegado persiguiendo a su creación. Allí, en un barco simbólicamente encallado, cuenta su historia.
La película está literariamente presentada en un prólogo y dos capítulos. El primero es el relato de Frankenstein sobre su infancia de huérfano y un padre demasiado estricto. También sus experimentos para vencer a la muerte, su exclusivo campo de estudios y del nacimiento del monstruo.
El segundo capítulo es el relato de la propia criatura que, lejos de la rusticidad buenota de Karloff, aquí es una bestia ilustrada (deslumbrado por El paraíso perdido de Milton, como ya estaba en el original) en busca de alguna explicación. Del Toro, como siempre, le da participación al monstruo.
Su adaptación respeta fielmente episodios y conceptos de la novela, pero también se toma libertades importantes.
Por ejemplo, que Elizabeth, la novia paciente acá esté casada con William, el hermano menor que en general no es atendido en las otras versiones. También se incluye a Christophe Waltz como el vendedor de armas que financia el proyecto.
Del Toro acentúa el vínculo paterno filial entre el creador y su criatura, una de las tantas lecturas posibles de la historia. Victor es hijo de un padre distante y demasiado rígido y hace todo para superarlo, y a la vez es un padre estricto y tan desilusionado de su hijo como lo fue el suyo. E asunto deriva en una cursilería final que Shelley hubiera odiado y se maneja al límite del kitsch, un riesgo que se corre a conciencia. En sus mejores momentos, la puesta en escena es deslumbrante; en los peores parece maravillarse en su apariencia.
Pero, el cine de Del Toro debe ser visto como una catedral gótica, un experiencia visual, un viaje en el que el mexicano siempre es el científico loco capaz de conmovernos con un monstruo entrañable y todas las posibilidades del cine.