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El actor español que rodó con los grandes directores de cine del mundo y vino a filmar al medio de Uruguay

Sergi López está en la película "El viento que arrasa", de Paula Fernández, que se estrenó el jueves. El catalán, que ya trabajó con nombres como Wood Allen, Terry Gilliam y Guillermo del Toro, charló con El País sobre su carrera.

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Sergi López
El actor catalán Sergi López.
Foto: Archivo

Sergi López trabaja un montón: de acuerdo a una filmografía semioficial participó en 114 rodajes. Y algunos de ellos de grandes películas de grandes directores.

Está, por ejemplo, en una de las obras maestras del siglo XXI, El laberinto del fauno de Guillermo del Toro, en la que interpreta a un ogro, Vidal, el villanísimo oficial franquista en un mundo de hadas.

También ha estado al servicio de directores tan prestigiosos como Woody Allen (Rifkin’s Festival), Dominik Moll (Harry, el que está aquí para ayudar), Stephen Frears (Negocios entrañables), Terry Gilliam (Don Quijote), François Ozon (Ricky) y Alicia Rochwager (Lazzaro Feliz).

Es un rostro conocido del cine mundial y en febrero integró el jurado del Festival Internacional de Cine de Punta del Este; fue allí, después de almorzar en Casapueblo, que charló con El País.

A su trayectoria hay que sumar, ahora, una película rodada en Uruguay, El viento que arrasa de Paula Hernández, que se estrenó ayer en cines locales.

Allí interpreta a Gringo, un mecánico que vive junto a Tapioca (Joaquín Acebo), su hijo, en un rancherío de la frontera con Brasil. Allí van a dar un predicador (Alfredo Castro) y Leni, su hija (Almudena González), lo que desencadenará algún conflicto.

Basada en la novela de Selva Almada, El viento que arrasa es la cuarta película de la argentina Hernández, quien centra principalmente la historia en el vínculo de Leni y su padre. Es una película de cámara pero que aprovecha el paisaje serrano uruguayo para contar una historia familiar, un coming of age en una película de carretera.

Está muy bien y la presencia uruguaya se nota en caras conocidas (Raúl Castro, Roberto Suárez), el diseño de producción de Gonzalo Delgado Galliana, el vestuario de Daniel Davrieux, la música de Luciano Supervielle, la producción de Cimarrón y unos paisajes rurales que la fotografía del argentino Iván Gierasinchuk sabe cómo mostrar y embellecer.

De Hernández en Uruguay se conocieron, en cines, Lluvia (2008), Un amor (2011), Los sonámbulos (2019) y Las siamesas (2020). El viento que arrasa tuvo exhibición en los festivales de San Sebastián, Toronto y José Ignacio.

Sobre, principalmente, su carrera, va este resumen de una larga charla de López (que es catalán y nació en 1965) con El País.

-Sus primeros trabajos fueron en Francia...

-¡Y no hablaba francés! Me fui a Francia a estudiar en una escuela de teatro y ahí estaba la señora Michelle, viuda, que había estado casada con un catalán. Cuando volvía de pasar la Navidad en casa le llevaba un salchichón, una botella de vino, y me tomó cariño. Y un día me avisa que había una cartel en el que se buscaba actor con acento español para un primer largometraje de cine. Había hecho cosas de teatro y de video con amigos pero largometraje, nada. Llevaba dos meses en París y fui al casting con mi francés chapucero y ahí conocí al director Manuel Poirier, con quien terminé trabajando en un montón de películas.

-Y a partir de ahí no paró. ¿Cómo vive los rodajes?

-De aquel chaval de 25 años que no hablaba la lengua y que no sabía cómo funcionaba nada, con el tiempo me he instruido y pasé a ser en los sets el actor que tiene experiencia, que lo tiene que hacer bien aunque no sabes muy bien que quiere decir eso. Y voy corroborando cada día que estoy en un set que es brutal, que es una pasada, que es muy bonito eso de compartir un rodaje. Son un grupo de 30, 40, 80, 100 adultos que se van a un lugar. En El viento que arrasa nos fuimos a un descampado a rodar una película. ¡Es una locura! ¡Me llamo Sergi, pero voy a ser un tipo que se llama Gringo! Es una locura muy bonita y aún me siento un privilegiado de que me paguen para hacer esto. Espero continuar engañándolos por mucho tiempo.

-¿Qué perdió de aquel catalán en la escuela de teatro parisina, a este actor con un centenar de rodajes encima? ¿Y qué ganó, claro?

-Gané confianza en mí mismo, en que es posible, pero la gané a medida de que fui aprendiendo en que no puedes confiar en ti mismo. Esto no es científico, tiene un misterio. Te das cuenta de que en cada escena empiezas de cero porque te encuentras con jóvenes que no han actuado nunca y tienen una presencia desbordante. No puedes empezar cualquier escena diciendo, “no, pero es que yo lo hice bien en tal peli”. Siempre es presente. Y el síndrome del impostor se me ha ido pasando hace relativamente poco tiempo. Es que son 100 películas, así que tuve que asumir que soy actor de cine, que era algo que me parecía presuntuoso.

-¿Y qué es lo que más le sigue sorprendiendo de su trabajo?

-La capacidad de creer en algo que es increíble y es absolutamente mentira. Para creer te tienes que aferrar a algo y es misterioso, complejo. Hay momentos en que sientes que no estás bien, que estás inseguro, pero cuando ves la peli montada, las escenas en las que tú creíste que ahí tenías la emoción, al final no se ve nada, daba igual. Los actores no somos tan responsables como nos creen. En el fondo estamos al servicio de una historia, solo somos intermediarios entre el director y el público. Siempre me ha ayudado mucho quitarle importancia a mi aporte.

-¿Cómo es, en ese sentido, su vínculo con el director?

-El papel del director es claramente esencial. Está esa cosa de los actores y sus egos, pero necesitamos un ojo, alguien que nos ilumine. Y lo que es alucinante con eso de los directores, es cómo su personalidad acaba influyendo. ¡Transmite una energía! Y después tuve la suerte de trabajar con gente muy rara, muy marciana. Empecé con un tipo que hacía escenas de cinema verité que no entendíamos nada, a trabajar con Guillermo del Toro que es un genio y ensaya. Es lo contrario, es la fabricación llevada al extremo y con un puto talento que te mueres. Te dice todo tan detallado que nada queda librado al azar y cuando lo haces, queda perfecto y te das cuenta de que el tío lo tenia todo en su cabeza. Hay mucha gente que lo intenta y nadie lo consigue. Excepto Guillermo del Toro.

-Y le dio uno de los grandes malos del cine....

-Vino a verme y me dijo: “te quiero proponer un villano que no existe en el cine español, uno de los grandes villanos del cine” (no lo dijo así porque es más inteligente que eso), y me pareció un poco pretencioso. Y me contó todo. ¡Hasta cuenta bien! Y la peli era lo que me contó. Nadie me ha narrado una peli como él.

-Un papel suyo que me gusta mucho es el de Lazzaro Feliz de Alice Rochwagger. ¿Como fue trabajar con ella?

-Brutal. Es una tía disfrazada de normal, muy suave, pero muy inteligente y que tiene muy claro lo que quiere hacer. Pero nunca lo impone. Fue un rodaje muy femenino, no sé cómo decirlo, suave.

-Dos directores muy distintos con los que también trabajó fueron Terry Gilliam y Woody Allen. Cuénteme de esas experiencias.

-Muy distintas. Un día me llaman y me dicen que Gilliam quería hablar conmigo. ¡Terry Gilliam! Me avisan que es un personaje muy pequeño pero de antemano les digo que me sumaba solo para ver cómo lo hace. Era para su Don Quijote y tiene una energía que, sí, nada que ver con Woody Allen. Gilliam tenía 80 años y no paraba. Cuando yo aparecía en cámara se desternillaba de risa. Y yo le proponía cosas con mi inglés macarrónico y él me animaba, “C’mon C’mon”, me decía. Muy generoso y pasional.

-¿Y Woody Allen?

-Todo lo contrario. Llega, todo el mundo callado y no lo ves. Es como un señor que va vestido de Woody Allen y todos lo tratan con mucho respeto. En una escena yo tenía una sugerencia y cuando la planteo, pasa de un asistente a otro hasta que llega a él. Y veo que a lo lejos está él y me dice que hiciera lo que quisiera. Y cuando terminó, me vino a abrazar. Me dijeron que eso no lo había hecho nunca.

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