Instalado en Nueva York hace cerca de 60 años, Luis Camnitzerno deja de ser uruguayo. Lo delata su acento, su manera de pensar, su obra y hasta su público objetivo al que, le cuenta a El País, visualiza como un intelectual uruguayo de la década de 1950 y 1960. Su obra es expuesta en los grandes museos de todo el mundo y tiene trabajos teóricos que lo convierten en una de las grandes figuras del arte contemporáneo.
El martes 25 de noviembre, Camnitzer recibirá el XXIV Premio Figari, que reconoce la trayectoria de los grandes maestros de la plástica nacional. “Reconocer la trayectoria de Luis Camnitzer es afirmar a la cultura como práctica de resistencia, interrogación y pensamiento crítico”, escribió Maru Vidal, Directora Nacional de Cultura. en el texto institucional que presenta el premio. “(...) Su práctica enlaza ética, estética y política en un ejercicio sostenido de conciencia y creación”.
Ese día, además, quedará inaugurada La resurrección de Simón Rodríguez, adaptada por el curador Gabriel Peluffo Linari, al Museo Figari. En ella, mediante el uso de Inteligencia Artificial coloca a Rodríguez —el educador y filósofo venezolano, maestro de Simón Bolívar y una gran influencia en su pensamiento— en diálogo con unas 60 figuras históricas como una forma de probar y actualizar sus ideas. Y sus aforismos.
Camnitzer es artista visual, investigador, docente y crítico. Nació en Lübeck, Alemania, en 1937, y un año más tarde su familia emigró a Uruguay. En 1964 se radicó en Estados Unidos. y 1969 ingresó como profesor en la State University en York, en la que enseñó por 30 años. En su obra se combina la pedagogía, la reflexión, lo político con un fuerte vínculo con el público.
—¿Cómo era Nueva York cuando llegó en 1964?
—Un lugar muy eléctrico, muy interesante. Estaba el pop, Andy Warhol, Malcolm X, cantidad de cosas. Y los asesinatos correspondientes. Era una especie de jungla o mezcla de cosas súper interesantes y otras deprimentes. Ganaron las deprimentes.
—¿Y cómo está ahora?
—La ciudad es, en cierto modo un basurero del tercer mundo. El subterráneo no mejoró en 50 años: es el más sucio y ruidoso. Vivo a media hora en tren de Manhattan y trato de no ir.
—Hace 60 años que está allí...
—Un disparate. Y todavía estoy de paso...
—¿Aún se siente un forastero?
—Totalmente. Nunca pretendí quedarme en Estados Unidos. Vine con una beca en 1964, me casé en el 65, nos quedamos un poco más. Después vino la dictadura y quedé en la lista negra por haber estado en Marcha. Después me divorcié, me casé con una americana, tengo hijos americanos, y acá estoy. No puedo desarraigar a toda la familia para volver a mis raíces.
—Su acento sigue siendo muy uruguayo...
—Voy todas las veces que puedo y hago proyectos en Uruguay. Sigo ubicado allí también creativamente: mi público es el intelectual uruguayo de fines de los 50 y principios de los 60. O sea prácticamente está muerto, ya no existe. Ese es un problema del exilio.
—Pero su arte ha dialogado siempre con lo actual.
—Trato pero siempre hay una mirada arqueológica. El cien por ciento de comprensión está en ese público que le acabo de describir. A medida que el público se aleja de esa referencia, el entendimiento disminuye un poco: en el público estadounidense de mi obra lo considero de un 85 o 90 por ciento y en China sería un 60, dentro de un grupo abierto al arte hegemónico occidental. En Uruguay probablemente ahora sea un 98, no un 100. Allá el reloj es mucho más lento que en otros lugares, y eso me viene muy bien.
—Un concepto de su arte y de ese público objetivo que menciona es el de utopía. ¿Cómo cambió la suya?
—Es un tema muy candente. Hace unos años tuve una discusión muy profunda con uno de mis hijos, que me dijo: “Tu utopía es autoritaria”. Era algo que nunca había pensado, y tenía toda la razón. Hablábamos de lo que Fernando Birri una vez dijo, que, como el horizonte, a medida que te vas acercando a la utopía, se va alejando. Más como proceso que como estado de perfección. La utopía perfecta sería aburrida y dejaría de existir como tal. Pero la parte de autoridad no se me había ocurrido: al proponer esa utopía a otra generación, le estamos impidiendo crear su propia estructura. Eso me hizo revisar muchos de mis pensamientos. Hay un quiebre ideológico fuerte, generacional, al que tenemos que adaptarnos los viejos.
—Su obra está muy cargada de presente.
—Sí, es pedagógica. Aunque parezca una obra normal, pretende realizarse en el público, no en el objeto. Esa relación de diálogo obliga a estar en el presente. No creo en el arte declarativo. Si digo “estoy contra la guerra”, solo comunico una opinión personal que no debería importarle a nadie. Lo que importa es cómo logro convencer al público de que llegue a esa conclusión. Que esa conciencia sea propia, no impuesta. A veces el arte político es declarativo y no sirve para nada, salvo para confirmar lo que ya piensan los convertidos.
—¿Cómo dialoga su obra con lo literario?
—No veo por qué hay que separar la creación visual de la literaria. Uso el medio más apropiado para lo que quiero hacer. Si incluye palabras, las uso; si incluye una conferencia, la doy. Para mí nunca hubo diferencia entre dar una clase, curar una muestra o hacer obra. Trabajo en el campo del conocimiento.
—¿Le interesa la poesía?
—No, me parece una prisión estilística que trata de llegar a lo poético, pero por su propia construcción no lo logra. Trato de llegar a lo poético en su forma visual, sensorial o emocional. La palabra “arte”, muchas veces, es un obstáculo. Me considero alguien que trabaja más en el conocimiento que en el arte.
—La palabra arte cambió, además.
—Es polisémica: tiene tantas interpretaciones que no se sabe si se está hablando de lo mismo.
—En su obra busca el involucramiento del público. ¿Cómo ha cambiado esa mirada desde los 60 a este presente tan tecnológico?
—Es más ideológico que tecnológico. Mi forma de pensar siempre fue anárquica, horizontalista, de preocuparme quién tiene el poder y por qué. Esa es mi posición política. Lentamente empecé a preguntarme: ¿dónde está el poder y cómo lo desarticulo para compartirlo? El arte tradicional se preocupa por crear iconos, obras que terminan en el museo, en la posteridad pero que contiene todo en el objeto y se asocia con el autor. El poder del arte está acumulado en la relación autor-obra y ahí el público no tiene mayor importancia.
—¿Cómo quebrar eso?
—Pasar de hacer arte para el público a hacer arte con el público. Esa interacción bidireccional termina en una obra. Y ahí ya no importa si es de Juan Pérez o de un grupo escolar: importa cómo contribuye al conocimiento y al consenso colectivo que va cambiando el comportamiento para mejor. En la medida en que una obra se mantiene porque es de Picasso, por ejemplo, la obra queda aprisionada en el nombre de Picasso y no puede ser absorbida en el proceso colectivo. Una obra tiene éxito cuando se vuelve anónima pero la usás como parte de tu cultura. Y ahí una nueva generación puede atacarla.
—Mencionaba la palabra anarquía recién y pensé en eso de la polisemia y cómo van cambiando los términos.
—Cuando era estudiante, “libertario” y “anarquista” eran sinónimos positivos. Ahora resulta que Milei es “libertario” y “anarcocapitalista”, y se armó un lío. Ahora me autodefino como anarquista ético, para separarme del malentendido. Estoy en línea con Bertrand Russell, Martin Buber, Herbert Read, que discutían qué es la injusticia y cómo movernos hacia un mundo justo. Eso es ética.
—¿Cómo ve la inteligencia artificial (IA) en relación con la pedagogía y con el arte?
—Cuando surgió ChatGPT, lo primero que quise fue ver dónde estaban los límites, para crear así anticuerpos. Le pedí a varias aplicaciones que me den una obra mía que yo no haya hecho. Y a los dos segundos me entregó una lista de proyectos, todos creíbles. No eran geniales, pero tampoco lo soy, así que estábamos parejos. Eran proyectos que podría firmar sin escrúpulos y que el público aceptaría sin problemas. Lo que encontré no fueron los límites de la IA, sino los míos. Un sistema basado en la predicción lógica, sin fantasía ni conciencia, era capaz de generar obras que por 60 años yo creía explorar desde lo impredecible. Eso fue muy impactante.
—¿Qué concluyó?
—Que mi generación, en los 60 se preocupó por limpiar la palabra “arte”, sacando el egocentrismo, el misticismo, la autoterapia, un montón de cosas que los artistas usamos como instrumentos de poder y le dimos rigor paralelo al rigor científico. Hoy me doy cuenta de que, si bien fue útil, en cierto modo ayudamos a preparar el campo para la IA al permitir que la imaginación pudiera reducirse a algo del tipo del rigor científico. Y nos fuimos olvidando de la otra parte. Hoy enfrentamos a una inteligencia en la que el infinito está cuantificado: 1, 2, 3, 4, hasta el infinito. En el arte, en cambio, el infinito es un agujero negro: no hay frontera, no sabes dónde está nada. Tratar de ordenarlo es inútil, pero fascinante. Hay una imaginación determinada por la IA que parece infinita, pero no lo es, y una imaginación fantasiosa que es infinita aunque no la puedas concebir. Ahí está el anticuerpo: usar y criticar la imaginación de la IA sin someternos a ella. Si nos sometemos, terminamos siendo consumidores de una imaginación artificial y, básicamente, robots que nos van a utilizar a nosotros.
—Volvemos a lo pedagógico.
—Es un problema más pedagógico que artístico. Las escuelas deben mantener la posibilidad de la fantasía, el absurdo, el humor, lo poético, paralelo a la formación cientificista. Jugar con robots y programar a los tres años es útil para el mercado laboral, no para la salud mental.
—¿Le preocupa el futuro?
—Sí. En la necesidad que la educación tiene que enfocarse en una flexibilidad que podamos cambiar de ruta sobre el pucho, para no caer en una trampa. El futuro no se puede deducir del pasado como nos hicieron creer. Eso no significa no utilizar la IA y de hecho lo que voy a exponer en el Figari va por ahí.
—Cuénteme...
—Desde los años 80 estoy fascinado por Simón Rodríguez. Lo descubrí en La ciudad letrada de Ángel Rama y es el único personaje histórico con el que me gustaría charlar. Utilicé la IA como máquina del tiempo para hacer conversaciones imaginarias entre Rodríguez y personajes como Bolívar —que lo traicionó—, Joseph Jacotot, Mallarmé, Gramsci, Montessori, Paulo Freire. Unas 60 conversaciones en las que Rodríguez viaja por el tiempo discutiendo ideas. Quería ver cuánto de su pensamiento de 1820 se mantenía hoy. Hice que Rodríguez reescribiera sus aforismos en el contexto del sur global y la IA. La muestra gira en torno a eso, es interactiva con el público y cambia el concepto de objetividad. La objetividad que aceptamos es relativa, condicionada por factores biológicos y culturales, pero la aceptamos como hecho. Con esto, la objetividad se amplía para incorporar la credibilidad. Utilicé DeepSeek, una aplicación, para generar esos diálogos que obviamente no existieron, pero son verosímiles. Te obliga a reconsiderar qué es objetivo.
—O qué es la verdad...
—En la medida que exista la verdad. O sea, de golpe te obliga a cuestionar todo. Me parece fenomenal. Y es ahí donde todo esto toma lugar en el público y no en la obra. Todo esto tiene que pasar por primer año de escuela para prepararnos para el futuro. No para predecir el futuro, sino para estar listos para enfrentar lo que el futuro nos va a dar. Y ahora no estamos listos.