"Hice lo que pude”, dice Angel Kalenberg a El País en un living repleto de libros y obras de arte. Eso que pudo es un montón: fue director del Museo Nacional de Artes Visuales, para empezar, y según recuentos oficiales, ha organizado unas 450 exposiciones acá y en el exterior. Ha sido uno de los grandes promotores del arte uruguayo y latinoamericano.
Y fue el director y fundador del Instituto General Electric, una institución que revitalizó la escena local de las artes plásticas en la década de 1960. Para contar su historia, Kalenberg escribó un libro imprescindible y muy informado, El “Instituto General Electric”, publicado por el Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry. Es fundamental para entender aquel momento y el camino que siguió el arte uruguayo.
Ubicado en 18 de Julio frente a la Plaza del Entrevero (donde aún está su fachada característica), el instituto fue un motor cultural con lugar para las artes plásticas en todas sus formas, la literatura y el cine. Funcionó desde 1963 a 1969 y fue la puerta de acceso la modernidad cultural.
Sobre esa historia, Kalenberg —quien nació en 1936 y fue una de las grandes figuras culturales del siglo XX— charló con El País. Este es un resumen de un largo encuentro.
—¿Cómo se creó el instituto?
—Por absoluto azar. La filial local de General Electric trabajaba con la Agencia Americana de Avisos. La empresa cumplía 100 años y lanzó una campaña titulada “Acentuar los valores”. La agencia ya había presentado dos proyectos y se los habían rechazado y le dieron una tercera oportunidad. Si la bochaban, cancelaban la cuenta. Hermenegildo Sabat, que trabajaba en el Departamento de Arte, les dijo que tenía un amigo que era crítico de arte, que andaba en el ambiente y al que quizás se le ocurriera algo distinto. Era yo. Menchi me tuvo que convencer y cuando lo vieron en la agencia pidieron una reunión con la gente de General Electric para que les lea el proyecto. Se enojaron cuando me escucharon pero el gerente de ventas, Horacio Blanco, dijo: “A mi me interesa”. Y ahí empezó el instituto.
—¿Cómo llega usted al arte?
—Leyendo. Mi padre tenía un comercio de relojería y joyería y yo llevaba a grabar los anillos a Gunther Schnapp, un refugiado de la Segunda Guerra que además de grabador era un literato. Mientras hacía el trabajo, me hablaba de Kafka, me hacía listas de libros que tenía que leer. Y cuando vio que estaba un poquito más maduro me invitó los viernes a las cuatro a la tarde a un bar donde se reunía un grupo en el que estaban José Gurvich, Eduardo Markarian y el musicólogo Mauricio Maidani. Con ellos escuchaba y no hablaba y así empecé a aprender cosas.
—¿Por qué Sabat pensó en usted?
—En el verano de 1961 me ocupé de la actividad cultural de Arcobaleno, el complejo de Punta del Este que por entonces se estaba inventando. Me había presentado mi cuñado arquitecto. Hice un concurso de pintura, invité los jurados y con una osadía que después perdí, invité a Lourival Gomes Machado, primer director de la Bienal de San Pablo. ¡No andábamos con chiquitas! Por ese entonces inventamos una publicación, Puente, que intentaba unir la cultura latinoamericana con la de Israel. Y conseguimos que en el primer número escribieran Onetti, Espínola, Benedetti, Rodríguez Monegal, Idea Vilariño y que lo ilustraran Espínola Gómez, Gurvich, Gamarra. ¡Y yo era el director! La revista tenía todos los chiches gráficos que se nos ocurrían con Luis Camnitzer. Por supuesto que nos fundimos en el primer número.
—Y toda esa osadía la lleva al Instituto...
—Armamos una red y ya habíamos hecho los primeros contactos con Argentina. Y así conseguimos algunas cosas que ayudaron a traer la contemporaneidad. En 1966, por ejemplo, fuimos con mi esposa a la Bienal de Venecia y nos hicimos amigos de Julio Le Parc, que ese año sacó el Gran Premio en la Bienal. Y lo primero que le digo a Julio es que tenía que exponer en el Instituto General Electric. Unos meses más tarde me escribe el icónico crítico de arte, Jorge Romero Brest, que era el director del Instituto Di Tella, para decirme que iban a hacer una exposición de Julio y él le pidió que me contacte. Y concertamos la muestra. Fue un momento de revolución cultural, aunque la crítica no fue generosa. Costaba advertir que el mundo del arte se orientaba en esa dirección.
—El Instituto General Electric y el Di Tella porteño estaban en la misma sintonía. ¿Cómo fue ese vínculo?
—Los dos abrimos el mismo mes y el mismo año y cerramos el mismo mes del mismo año. Aprendíamos mucho de ellos y nos dieron un apoyo incondicional. Romero Brest nos sugirió, por ejemplo, nombres para el primer concurso de pintura moderna que hicimos y sugirió para el jurado a Clorindo Testa, el gran arquitecto que luego nos haría el rediseño del Museo Nacional de Artes Visuales.
—¿Cómo ubica el Instituto en el panorama de su tiempo?
—Uruguay era un país calmo, alejado de todas las irreverencias de las vanguardias. Desde 1910 hasta 1960 se vivió el período del modernismo con Ruben Darío y compañía. A partir de 1960 nos embarcamos en el mundo contemporáneo, pero acá no había llegado esa contemporaneidad. En alguna medida, el Instituto lo que hizo fue bajar la modernidad a todos los campos: cine, música, artes plásticas, escultura. Fue una rara avis porque para empezar, éramos todos chiquilines y no cerrábamos nunca, estábamos los 365 días en la lucha.
—Y había una idea de un arte nuevo allí.
— En Preparatorios del viejo IAVA, en la clase de Metafísica, nos enseñaban que la diferencia básica entre una afirmación en el mundo del arte y una en el de la ciencia era que la de la ciencia es verificable. Hoy ya no hay nada verificable y todo es incierto. Pero acá esos tembladerales no habían llegado.
—¡Fue una revolución!
—Totalmente. Y en una década revolucionaria como la de 1960, en todas las ramas del arte, fuimos contemporáneos de eso. En colaboración con Cine Club, por ejemplo, inventamos el Primer Festival de Cine Independiente Americano. Y Glauber Rocha fue premiado por Dios y el diablo en la tierra del sol. Ese era nuestro nivel de exigencia. Y en el departamento de música estaban Jacques Bordmer, Coriun Aharonian, Conrado Silva e hicimos una programación de música experimental, concreta y aleatoria.
—¿Por qué cerró?
—Un día me llegaron noticias de que iba a ser el director del Museo Nacional, así que fui a hablar con aquel señor Blanco y a explicarle la situación y el cambio cualitativo que representaba para mí y que por lo tanto iba a tener que renunciar. Y me dijo que apenas me fuera se clausuraba porque se había creado como una publicidad y no se había vendido ni una heladera gracias al instituto.