Por Guillermina Uteda
Frente al espejo, una joven se mira cada mañana con ojos críticos, mientras la luz fría del baño expone sin piedad las ojeras que heredó de su padre, se pregunta si su nariz realmente es tan grande como le dijo una compañera a los diez años y cuándo se le irá el acné “adolescente”. Abre Instagram. Desliza. Una, dos, tres influencers. En París, Roma, Nueva York, Berlín, Lisboa. Tienen una vida de ensueño. Posan una y otra vez. ¿El pelo? Hermoso. Un outfit cuidadosamente elegido y auspiciado por alguna marca de lujo. El cutis perfecto. Son perfectas. Ella también quiere ser perfecta.
A los 13 años inicié una carrera contra los trastornos alimenticios que me robó parte de la vida. Una vez, mi psicóloga me pidió que dibujara una mujer en un papel. Enseguida le pregunté: “¿Normal o perfecta?”. No hacía falta ser profesional para entender que algo no estaba bien. Una niña que ya convivía con estándares irreales de perfección. Pero… ¿qué es ser perfecta? Hoy tengo 27 y me encontré con que no estaba sola. Existe un mundo —cada vez mayor— donde las caras de filtro dejaron de ser virtuales para instalarse en la carne. Cada vez más jóvenes cruzan la línea: intervenciones mínimas, retoques, cirugías, inyecciones, rellenos. Antes de los 30. A veces antes de los 20. ¿Por qué? Para ser perfectas.
Volvió el Tamagotchi, los conjuntos Juicy que usaba Paris Hilton, The OC en Max, los pantalones tiro bajo y la obsesión por la delgadez. Hola, años 2000. Pero ahora es mucho peor. Somos las hijas de esa generación, criadas por Britney Spears, solo que ahora algunas podemos costear intervenciones y cirugías para parecernos a la Kardashian de turno. Para hacer lo que Kate Moss hacía —vivir a cigarros y Coca Light— pero más fácil: una visita al cirujano y afuera. Y si eso no es suficiente, estas intervenciones están tan normalizadas que podemos cambiar nuestra nariz, aumentarnos los labios, quitarnos grasa de los pómulos y del abdomen para ponerla en nuestras nalgas. Aumentos y reducciones mamarias: la que elijas. Inyecciones de ácido hialurónico y bótox como si habláramos de visitar al dentista. Al final la película La Sustancia (2024) no está tan alejada de lo que pensamos.
Pero hay una pregunta que me obsesiona: ¿estamos, en nombre de la belleza —y algún que otro trastorno—, perdiendo nuestra identidad?
En una conversación grupal —íntima, visceral— 10 mujeres de distintas edades (17 a 37 años) de la zona costera de Montevideo, que ya se conocían por participar de una actividad semanal, compartieron sus miedos, inseguridades y deseos.
Lo que sigue no es un diagnóstico clínico, ni un manifiesto en contra del bisturí. Es un espejo roto. Uno donde nos reflejamos todas.
El cuerpo: "Mi trauma"
¿Hasta dónde llega nuestra obsesión por vernos bien? ¿Algún día nos veremos bien? ¿Existe un límite? ¿Por qué las famosas, que tienen acceso ilimitado a las cirugías más costosas, terminan pareciéndose entre sí? Y si pudiéramos costearlo… ¿acaso todas acabaríamos iguales? ¿Pareciéndonos a un filtro?
Me enloquece pensar que nunca es suficiente.
Pero necesitaba comprobarlo, investigarlo, ponerlo en palabras y testimonios. Ver el dolor en carne propia. No solo mío.
Luego de aclarar que era anónimo y que, aunque era un entorno seguro, podían responder quienes quisieran, largué la primera pregunta: ¿qué cosas no les gustaban de su apariencia cuando eran adolescentes? ¿Cambió con el tiempo?
Se hizo un silencio eterno. Se miraban entre sí, hasta que la primera respondió. Luego la siguiente. Y la siguiente. Comenzaron a pisarse unas a otras. Todas querían hablar. La mayoría recordó, casi sin pensarlo, cuál fue su primer conflicto con su imagen. La nariz. Las ojeras. El pelo. Las piernas. El abdomen. Inseguridades sembradas en la adolescencia —a veces incluso antes—. Inseguridades nacidas a veces de comentarios ajenos, que siguieron creciendo en la adultez.
—Mi trauma con la nariz empezó cuando una compañera me dijo que era muy grande. Tenía diez años —contó Mica.
—Yo también: la nariz, las ojeras… siempre las ojeras —siguió Andrea—. A los 18 fui a una dermatóloga y me dijo: “Tus ojeras solo se solucionan con láser”. Salí de ahí pensando que nada de lo que hiciera iba a servir.
—Mi pelo. Nunca me gustó. Tengo muchos rulos, me da vergüenza. Siempre quise tenerlo lacio, perfecto —agregó Fátima.
—Mis piernas. Cada vez que pasaba frente a alguien más flaca, le preguntaba a mis amigas: “¿Son más flacas que las mías?”. Vivía comparándome —dijo Gabi.
Cada testimonio era un reflejo de algo que yo misma había pensado, sentido, odiado en mi cuerpo. Era imposible no reconocerse. Todas teníamos algo. Todas habíamos heredado una herida, un estándar, una medida imposible.
Consulto al psicólogo social Marcello Leggiadro, quien me cuenta que en todos los tiempos “ha habido una necesidad de cambiar de algún modo la apariencia física” pero ahora está disponible “toda una tecnología que favorece modificaciones físicas más profundas, con intervenciones quirúrgicas que en otros momentos eran impensables”. Y que, en particular los más jóvenes, están “más expuestos a los modelos hegemónicos”.
¿Y hasta qué punto la presión estética puede afectar la identidad, pertenencia o autoestima en contextos grupales? “Siempre están en el horizonte”, dice Leggiadro. “Ahora, en algún punto el problema es someterse a determinado tipo de prácticas que incluso pueden ser riesgosas para la salud. Intervenciones quirúrgicas, consumo de determinado tipo de sustancias o implantes que pueden ser riesgosos cuando no hay una ética puesta en juego”.
Volvemos a la charla. Lancé la segunda pregunta: ¿hoy se sienten cómodas con su cara, su cuerpo, tal como es? Solo una levantó la mano:
—Yo no cambiaría nada… pero igual hay días en que no me gusto —dijo, algo tímida. Las demás asintieron.
—No me siento cómoda. Siempre hay algo. La panza. La cara. Las piernas. Siempre algo.
—Si pudiera cambiar algo sin esfuerzo ni plata… lo haría. Todo.
—Yo también.
—Creo que si viniera alguien y me dijera “te arreglo todo lo que no te gusta”, no lo dudaría.
—¿Y qué significa para ustedes verse bien? —les pregunté. Hubo algunas risas nerviosas.
—Ser flaca.
—Ser flaca.
—Ser flaca.
La respuesta se repitió como un eco.
—Y no tener granos. Ni ojeras. Ni pelo fuera de lugar.
—Cumplir los parámetros… ser hegemónica, aunque no lo digamos.
—Que la gente te mire y diga: “Qué linda”.
Se notaba el miedo en cada afirmación. Estaban desnudándose unas frente a las otras. Aún peor, frente a sí mismas. Cada frase era una piedra más en la mochila. Cada estándar, un peso que cargábamos desde la adolescencia. La belleza como una lista de requisitos imposibles. Y nosotras, intentando encajar, una y otra vez. Después de escuchar sus respuestas, que paradójicamente se sentían como un alivio, pregunté: si pudieran cambiar algo de su cuerpo, sin esfuerzo ni costo, ¿lo harían?
Esta vez no hizo falta esperar. Todas respondieron que sí. Todas. La nariz. Las ojeras. La panza. Los brazos. Los cachetes. Los labios. Cada una enumeró su propia lista. Ninguna se salvaba de querer cambiar algo. Ninguna estaba completamente conforme.
—Es que nunca es suficiente.
—Siempre aparece algo nuevo. Bajás de peso y después es la celulitis. Después es la cara. Después es otra cosa.
Entonces pregunté: ¿ustedes usan filtros en redes sociales?
Se miraron. Sonrieron cómplices.
—Obvio.
—Siempre.
—No subo nada sin filtro. Ni una historia.
—Yo tengo una app que me suaviza la piel.
—Yo me achico la nariz. No mucho, solo un poco. Pero si no me achico la nariz, no subo la foto.
—Yo tengo miedo de que alguien me vea en persona y piense que soy más fea que en Instagram.
Y ahí estaba. La raíz de todo. Ese miedo de no estar a la altura de la propia versión editada. Ese miedo de defraudar al espejo, al otro, al filtro. Las apps de retoque, los filtros de Instagram, las modificaciones digitales mínimas (o no tanto) se han convertido en parte de la rutina de imagen diaria.
—Nunca subo una foto sin suavizarme la piel o achicarme la nariz.
—Yo uso una app que me pone cara de porcelana.
—¿Quién no se ha guillotinado el brazo cuando sale en la esquina de una foto? A veces me lo achico con una app de edición, pero es porque se ve deforme.
—No se trata solo de vanidad, sino de una necesidad desesperada por controlar la imagen propia, incluso en lo invisible.
La confesión colectiva
Tras las primeras preguntas, después de las risas nerviosas y las primeras lágrimas contenidas, algo cambió en la sala. Como si el aire se hubiera hecho más liviano. De repente, empezaron a confesarse.
—Yo me operé las tetas —dijo Fátima, casi en un susurro. Las demás la miraron sorprendidas—. Y la nariz. También me pongo ácido hialurónico en los labios.
Fer, con 37 años, sonrió con complicidad:
—Yo tengo un lifting. Y me pongo bótox y ácido hialurónico. Me hago tratamientos dermatológicos todos los meses. Me da pánico envejecer. Es como… una obsesión.
—Mi amiga tiene 15 y ya se operó las tetas —confesó una de las más jóvenes, Sabri de 17 años, con una mezcla de asombro y normalidad—. Lo pidió en lugar de la fiesta y la madre se lo pagó.
Las conversaciones empezaron a fluir entre ellas. Nombraban a la misma cirujana entre risas, intercambiaban recomendaciones de tratamientos, contaban experiencias en clínicas estéticas y compartían presupuestos. Entre bromas, confesiones y detalles técnicos, quedó claro algo: las intervenciones no eran la excepción. Eran mucho más comunes de lo que pensaba.
—Yo también me hice algo… poquitito, pero algo —admitió otra—. Un toque de bótox en la frente. Me lo hice a los 26.
“Yo también”, “y yo”, “y yo”. Las voces se superponían. Una cadena de intervenciones mínimas, casi imperceptibles, pero ahí. Todas buscando borrar algo, mejorar algo, corregir algo.
Y entendí que las caras de filtro no solo estaban en Instagram. También estaban ahí, en esas mujeres hermosas y reales, sentadas frente a mí, con sus cuerpos reales, con sus miedos reales, con sus retoques reales.
El bisturí como maquillaje
¿Y qué dicen los especialistas? Hablo con la psicóloga Sabina Alcarraz, experta en autoestima y pionera en psicoestética, quien cuenta que hace tiempo viene trabajando con adolescentes, sobre todo con chicas que llegan a su consultorio “con esta idea de hacerse una rinoplastia”, o sea una operación en la que se modifica la forma de la nariz, o una cirugía de mama y en esos casos es vital trabajar en “cuál es su objetivo, cuál es su expectativa, cuánto se espera que cambie en su autoestima”. Se hace una evaluación con la familia, sobre todo cuando son menores de edad, y se explica que los cambios suelen ser irreversibles.
“Hay que evaluar el costo-beneficio. Hay gente que ya es más grande, tiene 25 o 30 años y dice ‘yo ahora no me haría la cirugía que me hice cuando tenía 15 o 18’”, cuenta la psicóloga. Pero luego aclara: “Existen casos de depresión clínica por temas de aspectos físicos; la persona no se siente afín con ese rasgo o con esa parte de su cuerpo. Si está la posibilidad de cambiarlo y mejorarlo, si va a potenciar su buena salud mental, por supuesto que estamos afines”.
Valentina Quagliata, dermatóloga y cirujana esteticista, dice que hay una relación entre salud mental y estética y aclara que es desde el lado positivo: “Muchas pacientes se empoderan al verse mejor. También hay casos en los que la insatisfacción es emocional, no física. Ahí es clave frenar, hablar, y no intervenir”. Ella cuenta que los procedimientos más solicitados son el baby bótox, el relleno de labios con ácido hialurónico, la mesoterapia y el dermapen. Y, aunque muchas buscan resultados naturales y armónicos, también llegan con fotos de celebridades o directamente de sus propias caras retocadas con filtros. “Me dicen: quiero quedar como me veo con este filtro”, cuenta Quagliata.
Y admite que los procedimientos estéticos comienzan cada vez más temprano. Ella ha recibido pacientes de 17 y 18 años. Menciona casos de adolescentes que consultan desde los 13, al menos por limpiezas faciales y skincare médico.
A Lucía Torroba, cirujana plástica, también le llegan casos de chicas que quieren que sus caras se parezcan a ciertos filtros de Instagram. Ella menciona dos grupos bien diferenciados: las jóvenes “preembarazo” y “prepareja”, que rondan los 20 años de edad, y las pacientes “posparto” que quieren reencontrarse con su cuerpo. “Ahora, en cuanto a las modificaciones faciales, ya sea por cirugía o por procedimientos estéticos, hay una tendencia muy grande a que se consulte cada vez más jóvenes, cien por ciento”, dice Torroba, quien menciona la influencia de la “gran vidriera” de las redes sociales. “Así como uno tiende a ver siete veces por día un par de botas, y al final del día tiene ganas de comprarse unas botas, con esto pasa igual”, opina.
En los adolescentes, a su juicio, la consulta existe pero no siempre se concreta la intervención: “O sea, no es que se operan mucho, pero la consulta está, vienen acompañadas de un adulto, de su madre casi siempre. Esa dupla adolescente-mujer, madre-mujer es súper frecuente, pero muchas veces es a nivel de inquietudes. Y en las cirugías estéticas, a no ser que esté extremadamente justificado, no operamos menores de edad, mucho menos en edades donde hay cambios corporales pendientes”.
En Uruguay no está tan desarrollado, dice Torroba, pero en países latinoamericanos como Venezuela o Colombia “es súper frecuente la cirugía como regalo de los 15”.
Cuando algo sale mal en la cirugía
No todas las historias terminan bien. Victoria de 25 años, relató su experiencia con una rinomodelación con ácido hialurónico que terminó en complicaciones.
—Me lo hice a los 19. Quería que mi nariz se viera más levantada. Busqué por Instagram, vi que la clínica tenía seguidores, parecía confiable —contó, mientras las demás escuchaban.
Al día siguiente notó que un punto de la inyección en la punta de su nariz se estaba poniendo blanco y violeta.
—Mi mamá me dijo: “eso no está bien”. Al tercer día ya había pus. Me dolía. Me asusté y fui directo a la clínica —relató, y contó que allí le informaron que el ácido no había fluido bien y se había estancado, provocando una infección. Le realizaron una aplicación de hialuronidasa para disolver el producto, sin anestesia—. Me dolió horrible. Estuve una semana sin salir, aplicándome cremas, con una costra.
No le quedaron marcas, pero la experiencia dejó huella:
—Me afectó mucho emocionalmente. Para arreglar algo que no me gustaba, terminé peor —reflexiona. Hoy, aunque sigue sintiendo el deseo de cambiar su nariz, está arrepentida—. Si pudiera volver atrás, no lo haría. O me asesoraría mejor. Fue mucho dinero, mucho dolor, y era algo temporal.
Su mensaje a otras jóvenes es claro:
—Antes de hacerlo, piensen si realmente lo quieren por ustedes o por presión.
Torroba, la cirujana plástica, dice que han aumentado las consultas por complicaciones. “A veces no sabemos de dónde vienen, qué se pusieron, quién lo hizo”, cuenta, y aconseja a todos los pacientes que, cuando les aplican un inyectable, “les tienen que mostrar lo que les están poniendo, la fecha de vencimiento, la autorización del ministerio”.
Si bien el discurso público hoy es inclusivo y diverso, las presiones estéticas persisten con máscaras nuevas. Así, explica la doctora Quagliata: “Nadie te dice que tenés que operarte, pero todas las influencers tienen la misma cara. Esa es la presión escondida”.
Las propias entrevistadas lo sienten:
—Si tuviera la plata, ya estaría toda hecha —dijo una.
—Me da miedo ser una vieja ridícula, pero sé que no tengo límite —respondió otra.
Lo que antes era maquillaje, ahora es inyección. Lo que antes era retoque digital, ahora es intervención real.
—Nunca es suficiente. Nunca lo va a ser —dijo Fer.
Hay algo que subyace en cada testimonio: que hay una versión mejor esperando pero siempre inalcanzable. Que lo que hoy mejora, mañana molesta.
—Cuando era gorda, odiaba mi cuerpo. Ahora que soy flaca, odio mi cara.
—Me da miedo no llegar nunca a reconciliarme conmigo.
—Hace años que vivo con esto. Ya sé que nunca se va a ir.
Los costos de las cirugías, desde el lifting a la rinoplastia
¿Cuánto cuesta una cirugía estética? Los precios varían mucho pero, para hacerse una idea, una operación de aumento o levantamiento de mamas puede costar entre 4.000 y 6.000 dólares, una rinoplastia entre 4.000 y 5.000 dólares y un lifting entre 3.000 y 6.000. Una inyección de bótox cada tres a seis meses, entre 200 y 400 dólares. Una jeringa de ácido hialurónico cada nueve a 12 meses entre 300 y 600, al tiempo que los bioestimuladores de colágeno pueden costar de 300 a 400 dólares.
¿Cómo se puede saber si un cirujano está habilitado para realizar operaciones? La cirujana plástica Lucía Torroba aconseja primero que nada entrar a la web Infotítulos, donde se pone el nombre del profesional y allí aparece no solo si está habilitado sino qué especialidad tiene, porque “no es lo mismo una persona que se promueve como especialista en cirugía plástica y después uno la busca en Infotítulos y era solamente médico”.
Torroba dice que es clave la ética profesional para saber hasta dónde llegar con cada paciente. Y explica: “Nosotros también tenemos herramientas para hacer diagnósticos de cuando hay un trastorno, una dismorfia corporal”, es decir una preocupación fuera de lo normal por un defecto, “o algún deseo demasiado elevado para lo que realmente le vamos a dar”. Es verdad, dice la especialista, “a veces hay límites que no son tan claros, a veces no es una dismorfia corporal, es algún tipo de inseguridad o deseo de instantaneidad, de querer resolver las cosas ya, que no llega a ser un trastorno tan severo, tan claro”.
Abrazar lo propio
En medio de esta homogeneización, surgen luces. Algunas entrevistadas hablaron de novios que aman sus ojeras, de amigas que encuentran sexy lo que ellas ocultan. Que lo que una odia, otra puede adorarlo. Que la identidad no está en desaparecer lo propio, sino en abrazarlo.
Quagliata reconoce un vacío importante: “En mi formación no se habló nada de los efectos psicológicos de las intervenciones. Recién ahora se empieza a mencionar en congresos”. Y agrega: “Nosotros no somos ejecutores de deseos, somos profesionales de la salud. La ética tiene que estar siempre por delante”.
La psicóloga Alcarraz dice que lo problemático llega cuando el deseo de una intervención se transforma en adicción, “cuando la persona se empieza a hacer sistemáticamente procedimientos, sean invasivos o no, cirugías estéticas o intervenciones menores pero que son procedimientos al fin, en la búsqueda de esta perfección que no existe o en la búsqueda de esta satisfacción personal”.
En esos casos, dice, muchas veces se mantiene esa sensación de infelicidad e insatisfacción.
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