MARTÍN AGUIRRE (Abogado & Periodista)
Mirar al futuro… ¿asusta? Es probable que sí. Pero si nos ponemos a analizar con un poco de perspectiva, ¿en qué momento no asustó mirar al futuro?
Hay pocas cosas constantes a lo largo de la historia. Por un lado, que cada nueva generación cree representar un cambio de era, que la historia poco menos que empieza con ellos. Y ese tal vez sea el rol de la juventud, aprovechar ese empuje optimista, y algo petulante, para ayudar a la sociedad a dar un salto en su desarrollo y forma de vida. Por otro, a medida que vamos creciendo empezamos a generar una saludable desconfianza sobre esa máxima de que todo lo que tiene aroma a modernidad, tiene que ser necesariamente mejor. Acá, sin dudas el papel de los que ya tenemos algunos años, si bien no es “pinchar el globo” del entusiasmo de los que vienen, sí es ayudarlos a entender que muchas cosas son como son, por algún motivo. Y que cuando uno siente que de las cenizas de lo viejo, necesariamente tiene que salir algo mejor, eso no siempre ocurre así.
Esta introducción viene a cuento del planteo que nos transmiten los amigos de Revista Paula, algo atribulados por la serie de desafíos que parece enfrentar hoy la humanidad. Un cambio tecnológico vertiginoso, la irrupción de ideologías que parecen sumirnos en confrontaciones estériles, el aroma a guerra y destrucción que cada día parece salir más pestilente de las páginas de los diarios, de los informativos de TV. Y es verdad que hay señales alarmantes, que parecen marcar que estamos en un momento de inflexión en la sociedad, como no se veía tal vez desde los años 60'. De hecho, el salto tecnológico que estamos viendo hoy, y que amenaza incluso volver obsoleta la Ley de Moore, tiene el potencial de generar un cambio en la forma de vivir de los humanos, que condensa en una generación, lo que antes demoraba diez en concretarse.
Las preguntas que esto genera, son imposibles de responder. ¿Hubo realmente chance de prevenir alguno de los peligros que hoy nos generan ansiedad? ¿Pudimos anticipar el péndulo cultural que hoy nos parece arrastrar a una sociedad con valores tan en las antípodas de lo que nuestras generaciones previas veían como sagradas?
Si algo nos enseña la historia, disciplina de la que somos fanáticos desde muy chicos, es que para analizar una época, una era, hace falta tener cierta perspectiva. Por lo tanto, en medio de la tormenta, es imposible tener una mirada capaz de comprender a cabalidad lo que ocurre alrededor. ¿Qué pensarían los europeos a principios del siglo XVI cuando veían llegar barcos cargados de animales, alimentos, y personas, provenientes de un continente que una década antes nadie sabía que existía? ¿Cómo fue que Europa no pudo evitar, poco después, enfrascarse en guerras de religión que desangraron a Occidente, por diferencias puntuales entre gente que adoraba al mismo Dios? ¿Qué pasó para que Alemania, la sociedad intelectualmente más desarrollada de Europa, gestara el nazismo? No pudimos anticipar los efectos funestos que las redes sociales tendrían en la convivencia pública, en el debate político, ¿podremos manejar el impacto de la Inteligencia Artificial?
Son preguntas que no tienen respuesta fácil. Ni unánime. Pero que tienen algo en común, siempre se hacen luego de los hechos. Son autopsias de un fenómeno ya ocurrido. Aunque, seguramente haya habido gente preocupada por estas cosas en pleno desarrollo, cuya prevención quedó oculta por las pasiones y fervores de revoluciones a medio camino.
En ese sentido, el periodismo aporta algo clave para el análisis. Después de cierto tiempo de ejercer este oficio, tal vez de los más castigados por este cambio de era, uno genera una dosis saludable de escepticismo, a veces incluso de cinismo, que ayuda a dar perspectiva.
Por ejemplo, hace unos años, allá por 2013, hubo en Montevideo una conferencia Singularity University. Para quien no haya escuchado hablar de esta gente, son la quintaesencia de lo que ahora se da en llamar “tecnoptimismo”. Tal vez la primera generación que llegaba a los primeros planos, con el respaldo de la popularización de Internet, y en una época donde todo era bonito, barato, no había límites al progreso humano. Además nos agarraba a los uruguayos en pleno idilio global con el fenómeno Mujica Presidente, y el entusiasmo manaba a borbotones por todos lados.
Todas las presentaciones eran espectaculares, desde alguien que contaba cómo gracias a la tecnología, un médico podía revisar el marcapaso de un paciente a miles de kilómetros de distancia, y hasta darle un pequeño electroshock, si veía que la cosa no funcionaba. Otro que nos contaba de los viajes espaciales inminentes, alguien que ya planteaba el fin del trabajo como lo teníamos asumido.
Recuerdo bien la presentación de Rob Nail, que era como la estrella entre las estrellas, y nos rompió a todos la cabeza con un ejemplo claro del mundo que se venía. Se paró frente a la audiencia en el Sofitel, y se sacó unos championes Nike lustrosos. Ante nuestro asombro, nos explicó que los había fabricado en su propia casa, con una impresora 3D. El proceso era muy simple: había ingresado a una página web de la marca, había pagado en aquel entonces 30 dólares por la propiedad intelectual y el diseño, un poco menos por los materiales, y en un par de días, la impresora le había entregado su par de championes a medida. Esto, nos decía orgulloso, es el fin del trabajo industrial. En breve, todos tendremos una impresora 3D similar en nuestras casas, que nos fabricarán in situ todo lo que precisamos. Costos a la baja, bienestar general, riqueza abundante, el cielo es el límite. La gente aplaudía a rabiar.
Recuerdo en aquel momento haberme sentido como el personaje de Jeff Goldblum en Jurassic Park, ¿se acuerda? Aquel desconfiado que cuando le cuentan eso de volver a la vida a los dinosaurios, y que todo estaba perfectamente controlado porque eran animales estériles y no podían salir de la isla. Goldblum se pone a hablar de la teoría del caos, y tira aquella frase de que “la vida siempre se abre camino”. Claro que en ese caso, no era precisamente para bien.
En el momento que vivimos, esa referencia puede ser vista por la positiva o por la negativa. Puede ser una advertencia para quienes están enamorados de los beneficios de las nuevas tecnologías, de los cambios sociales que están ocurriendo, del buenismo como filosofía de vida, y de un mundo sin enfermedades, sin contradicciones, sin necesidades. La realidad es que los cambios en la historia de la humanidad nunca han sido lineales, y cada revolución, buena o mala, ha traído como consecuencia una contra ola, en la que mucha gente se ahogó, antes de que la espuma se asentara, y las cosas quedaran más o menos claras.
Pero también puede ser una invitación a no volverse loco. Hoy estamos en el año 2025, y nadie tiene una impresora 3D en la casa, las fábricas siguen trabajando, y los cardiólogos no andan aplicando electroshocks a distancia. Tampoco se extinguieron los osos polares, como anticipaba Al Gore, ni nos fritamos por falta de capa de ozono, ni tuvimos una guerra nuclear, algo que en la infancia de quien escribe, era poco menos que una certidumbre sin fecha fija.
Tal vez tenga que ver con esa desconfianza tan propia del periodista, que mencionábamos antes. Pero nos resulta difícil aceptar así, de forma acrítica, toda la revolución maravillosa que nos prometen desde la inteligencia artificial, hasta las ideologías que anuncian que el mundo por arte de magia se va a convertir en un paraíso buenoide, sin racismo, sin bullying, sin violencia ni guerras. Sobre todo, cuando quienes lo impulsan, suelen tener una agenda política tan marcada en su perfil. Y cuando todo parece reducirse a un compromiso que va muy poco más allá del teclado del celular. Que el activismo virtual confortable de estos días, suena demasiado a hipocresía y a necesidad de quedar bien con los pares que nos miran 24/7 en este panóptico permanente de redes y vidas virtuales. Y, sobre todo, hay tanto “humo” en torno a estas cosas, que a veces nos gusta irritar a los conversos con expresiones como que “soy tan viejo, que me acuerdo cuando el blockchain iba a cambiar el mundo”.
Pasando raya, tal vez nos fuimos lejos de la consigna que nos planteaba la gente de Paula, que era más terrenal, y aspiraba a preguntarnos si estamos a las puertas de un conflicto que ponga en cuestión la forma de vida que damos por descontada hasta ahora. ¿La conclusión? Si, es probable que, dentro de cinco años, el mundo sea muy distinto a lo que conocemos hoy. Pero también, es que va a ser mucho más parecido a lo que conocemos, que lo que muchos mercaderes de la disrupción, y vendedores de veneno de serpiente de la modernidad, nos aseguran que va a ser. Como decía Jeff: la vida, siempre se abre camino.
ANDRÉS MAILHOS (Lic. en Comunicación y Productor Audiovisual)
Claramente estamos viviendo en un tiempo que se siente un poco extraño y peligroso, con tensiones internas en muchos países, y externas entre países y bloques, con una geopolítica que se ha ido intensificando cada vez más, al punto de llegar a expresiones y agresiones directas como hacía décadas no se veían. Basta con mencionar la guerra Rusia-Ucrania, Hamas-Israel, Israel-Irán, Estados Unidos-Irán, Irán-Israel, generadoras de las más preocupantes imágenes de muerte y destrucción ocurridas recientemente en el planeta.
Hay un desconcierto bastante generalizado en cuanto a qué o en quién creer, y qué postura adoptar frente a las mismas, al menos en la enorme mayoría de la población mundial -aquella que mira con desconfianza ciertas visiones radicales y reduccionistas-, más aún ante la explosión de desinformación, fake news y “agendas” a diestra y siniestra.
Está siendo particularmente difícil discernir la paja del trigo si miramos el fotograma puntual de esta película que viene transcurriendo desde hace al menos treinta y cinco años para el caso Ruso-Ucraniano, y más de cincuenta para el caso Israelí. Lo fácil y cómodo sería responsabilizar a ciertos líderes que han ejercido liderazgos negativos, y varios lo siguen haciendo; pero eso sería justamente caer en una visión perezosa y reduccionista.
Los líderes políticos no son extraterrestres, son producidos por las mismas sociedades que gobiernan, por lo que cabe una enorme responsabilidad a las propias naciones que los encumbran y sostienen. El chavismo bolivariano de Chávez y Maduro nunca hubiera sido posible sin la acción de una minoría radical y sin la omisión de una mayoría silenciosa dentro de la misma Venezuela. Lo mismo aplica para el ascenso de un Mussolini en la Italia socialista-fascista de su tiempo, o de un Hitler en la Alemania nacional-socialista, o de un Stalin en la URSS comunista, o de cualquier otro líder negativo que a lo largo de la historia fue capaz de arrastrar a su país hacia el desastre y la opresión.
Como amante del séptimo arte se me viene a la mente el brillante discurso final del Teniente Coronel Frank Slade -Al Pacino- en el genial film Perfume de Mujer (1992), cuestionando a la asamblea reunida para juzgar el comportamiento disímil de dos estudiantes, y espetando su recordada frase “…be careful what kind of leaders you are producing here today” (cuidado con la clase de líderes que ustedes están formando aquí hoy).
En mayor o menor medida, todos somos responsables, todos debemos estar involucrados, alertas y diligentes a la hora de accionar por la paz, al menos en los metros cuadrados en los cuales podemos movernos. Como punto cardinal, un buen líder debería promover todo lo que conecta y une a las personas, y parafraseando las palabras de un héroe anónimo dichas por Santa Teresa de Calcuta “si quieres cambiar el mundo, ve a casa y ama a tu familia”. Esto es profunda y absolutamente real, las personas que reciben amor son personas más seguras, más optimistas, menos susceptibles a inseguridades y manipulaciones, porque es desde las inseguridades que pueden surgir las oscuridades, el miedo, y todo aquello que desborda en violencia.
Dicho esto, tampoco se puede ser naif. Creo afirmativamente que hay algunas realidades que hacen cuasi imposible una rápida resolución de estos conflictos. Para ello habrá que esperar que la matriz cultural de ciertas naciones y regiones evolucione, y que ciertos líderes den un paso al costado, y vengan otros más sensatos.
En términos macro histórico-culturales, el Islam se encuentra en estos momentos en su año 1394, es decir, viene muy atrasado en su evolución natural hacia un lugar que ayude a las personas que adhieren a esa religión de verdad. Que puedan encontrar en ella las respuestas metafísicas más profundas a cuestiones que inquieten al corazón humano, más allá de que pueda contener -por la vida misma de Mahoma, y ciertas frases del Corán- “justificaciones“ a su violencia, en algunos casos intrínseca. Cabe recordar que también en el Cristianismo se vieron desviaciones y radicalismos homicidas en sus años 1300s, 1400s, e incluso tan tarde como 1572, con masacres fratricidas ocurridas en Francia entre “cristianos”.
En la tradición de la Iglesia se adjudica en parte la sanación y corrección de algunas de estas interpretaciones enfermas y fanáticas, al trabajo realizado por ciertos Santos y Santas que por su acción luminosa en su debido tiempo, han oficiado como “Doctores de la Iglesia” y han contribuido a trascender estos fanatismos. Algo que en algún momento debiera suceder en el mundo musulmán.
Muchos otros parten de la base de una suerte de “caricatura bien pensante” algo así como lo expresado por John Lennon en su canción Imagine que proponía un mundo sin religión. Esto no solo no es posible, sino que cuando llegó a instalarse fue un desastre. El ser humano precisa una brújula para orientarse, para poder discernir y jerarquizar sus prioridades, decisiones y conductas. Y es únicamente la dimensión espiritual la que viene a llenar ese vacío.
Precisamente, el haber marginalizado la matriz espiritual-cultural, por etiquetarla de anticuada y perimida, es lo que tiene a Occidente tan desnorteado y hasta decadente últimamente. Cuando se retira el factor luminoso-divino, generalmente viene a suplirlo lo oscuro-mundano, como se ve hoy en día en un Occidente bastante preso de su dictadura relativista. Entonces el wokismo y otras expresiones del marxismo cultural campean y siguen agrietando a sus sociedades con visiones dicotómicas de opresor-oprimido, para generar caudal político de corto plazo. Ello lleva inevitablemente a la destrucción de la fibra misma que ha hecho de Occidente la civilización que más contribuyó a la libertad y el florecimiento humano.
Por principio general, si partimos de la premisa de que verdaderamente existe un Ser de naturaleza divina que trasciende el espacio-tiempo y que es ante todo Creador y dador de Vida y Amante de su creatura, entonces todo lo que llame a la destrucción y/o eliminación de otro ser humano, es a todas luces contrario a su Voluntad. Es curioso cómo algo tan fundamental para las tres religiones Abrahámicas no termina de aceptarse como límite y punto cardinal innegociable que rija las relaciones humanas. Más aún teniendo en cuenta que tanto los hebreos de Isaac y luego de su hijo Jacob-Israel de los cuales emergen el judaísmo y el cristianismo, como la rama de Ismael (el otro hijo de Abraham) de la cual surgieron los árabes y el Islam, se auto reconocen con una raíz común, no solo como hermanos espirituales, sino incluso de sangre -al menos allá lejos y hace tiempo-. Es curioso también que siendo los antiguos persas (Irán), y en particular Ciro el Grande el que libera a los judíos de su cautiverio en Babilonia (Irak), permite su regreso a Jerusalén, y financia la reconstrucción de la ciudad y la construcción del Segundo Templo (el de Salomón, fué destruido por las huestes de Nabucodonosor II en su conquista de la ciudad, tres generaciones antes), sean los que hoy representan la mayor amenaza en la visión de la dirigencia Israelí, y que los Iraníes a su vez se permitan una dirigencia tan fanática que llama abiertamente a la destrucción de Israel. El grado de locura y sinsentido es tremendo, y si bien cuesta ver la luz a corto y hasta mediano plazo, las experiencias pasadas nos dicen que es válido abrigar esperanzas. De la misma manera en que un territorio tan vasto y diverso como el de la URSS, implosionó solo, y sin llegar a un baño de sangre, también es posible que en estos casos, las mismas sociedades generen los actores capaces de alcanzar los procesos hacia el entendimiento, el respeto y la paz. ¡Ojalá que así sea!
JUAN COSIDÓ (Sociólogo & Profesor de alta dedicación UCU)
¿Desensibilizados al poder? De Pearl Harbor a TikTok: la banalización de lo trascendente. El 8 de diciembre de 1941, el presidente Franklin D. Roosevelt compareció ante el Congreso de los Estados Unidos tras el ataque a Pearl Harbor. Su discurso comenzó con una frase que quedó marcada en la historia: “Yesterday, December 7, 1941—a date which will live in infamy”. En menos de una hora, el Congreso en sesión conjunta aprobó por amplia mayoría el ingreso del país en la Segunda Guerra Mundial. Aquel fue un acto solemne, institucional y profundamente consciente de su gravedad. El drama de una nación entera se condensaba en un salón repleto de legisladores, jueces, medios y ciudadanos atentos.
Avancemos 84 años. El 18 de junio de 2025, en un jardín de la Casa Blanca decorado con banderas y seguidores cuidadosamente seleccionados, el entonces presidente Donald Trump, ante una pregunta sobre el conflicto con Irán, respondió con una mezcla de capricho y cálculo: …“Podría atacar, o podría no hacerlo”. Días después, Estados Unidos efectivamente atacó. Y una vez más, el mundo se preguntó si estábamos ante los inicios de una tercera guerra mundial. Pero esta vez, sin solemnidad, sin Parlamento, sin deliberación pública. Bastó una frase, un twit, una imagen viralizada.
No se trata solo de Trump. Se trata de un cambio profundo en la forma de ejercer el poder, de comunicarlo, y también en la forma en que las sociedades lo asimilan.
¿Cómo hemos llegado al punto de ver las decisiones más trascendentes de la humanidad, como la entrada a una guerra, en formato de video corto o meme, sin que se nos mueva un pelo? ¿Qué ha pasado con nuestra capacidad de comprender el drama colectivo?
Tecnología sin límites, emociones sin filtro. Vivimos en un mundo híper conectado, pero paradójicamente, cada vez más desconectado del otro. De la escucha profunda. De la empatía. De la historia.
La tecnología, lejos de ser una herramienta neutral, ha colonizado nuestros modos de mirar, de sentir y de pensar. Estamos creando generaciones enteras expuestas desde la infancia a pantallas, redes sociales y estímulos permanentes, que moldean su atención, sus vínculos y sus expectativas. Niños y adolescentes con dificultades para relacionarse, para sostener una conversación o para lidiar con la frustración. Jóvenes adictos a la aprobación inmediata y adultos incapaces de distinguir lo verdadero de lo viral.
La naturalización de lo excepcional, la banalización de lo trágico y el descrédito de lo institucional parecen ser parte de la nueva normalidad. Mientras vemos en vivo cómo estallan bombas en Irán o caen misiles en Ucrania, la reacción no es la del espanto, sino la del scroll automático. ¿Qué nos pasó? ¿Cómo fue que la tecnología, que prometía democratizar el conocimiento y ampliar nuestras fronteras, terminó convirtiéndose en una fuerza que nos desensibiliza y polariza?
La era del “yo creo” por encima del “yo sé”. En ese clima, la política también ha cambiado, o mejor dicho, ha mutado. Las democracias liberales tradicionales, aquellas que se fundaban en el debate parlamentario, el diálogo entre partes y la representación institucional, han perdido fuerza, eficacia, y sobre todo, confianza. Frente a esa debilidad, emergen liderazgos carismáticos, autoritarios o populistas que prometen soluciones simples a problemas complejos. Líderes que encarnan un estilo, una emoción, una identidad. Y que muchas veces concentran más poder que cualquier asamblea, congreso o corte.
En el otro extremo, las grandes potencias emergentes como China o Rusia operan desde esquemas abiertamente autoritarios, en los que el pragmatismo geopolítico no se disculpa con valores universales. Y en esa competencia global, los modelos autoritarios parecen —al menos desde cierta perspectiva— más eficientes. Deciden rápido, invierten fuerte, priorizan su interés nacional. Mientras tanto, las democracias europeas o latinoamericanas parecen paralizadas, entrampadas en debates estériles, o desbordadas por su incapacidad para resolver los problemas urgentes de la ciudadanía.
Esa crisis de liderazgo no es solo política, es cultural. Estamos en una era en la que la ciencia, la educación, el conocimiento, han cedido su lugar a la opinión. La frase “yo creo” pesa más que “yo sé”. La evidencia ha sido reemplazada por la creencia, la fuente por la emoción. Las redes sociales han democratizado la expresión, pero al precio de relativizar toda forma de verdad. Así, cualquier teoría tiene la misma legitimidad que un informe científico; cualquier influencer puede tener más impacto que un intelectual.
Del humanismo a la cultura del algoritmo. En este contexto, no sorprende que conceptos como “cultura woke”, “cancelación” o “corrección política” se vuelvan campo de batalla simbólica. Lo que en un inicio buscaba ampliar derechos y promover una convivencia más justa, terminó, en muchos casos, en un juego de pureza moral, de censura disfrazada de justicia, y de división entre los “buenos” y los “malos”. Se ha perdido el matiz. El disenso. La posibilidad de escuchar al otro sin aniquilarlo simbólicamente.
El problema no es la defensa de derechos. El problema es cuando, en nombre de una causa, se justifican prácticas que atentan contra la libertad de pensamiento, la presunción de inocencia o el diálogo respetuoso. Cuando se combate el odio con más odio, y la discriminación con más exclusión. Así, valores fundamentales como el decoro, la dignidad, la libertad y el respeto se erosionan, y con ellos, la convivencia.
Las redes no son solo herramientas. Son estructuras de poder y sentido. Son los nuevos templos, las nuevas ágoras, pero también los nuevos campos de batalla. Y en un mundo que vive, respira y reacciona en tiempo real, la manipulación emocional es constante. La indignación se programa. La empatía se dosifica. El algoritmo no busca lo verdadero, sino lo que engancha. Y eso tiene consecuencias políticas, sociales y humanas.
La clase política no desciende de una nave extraterrestre. Es -nos guste o no- un reflejo fiel de la sociedad que la elige, la tolera o la produce. En una cultura modelada por algoritmos, las personas ya no entienden la realidad como es, sino como creen que es. O peor: como el algoritmo les dice que la crean. Ya no vemos para creer, creemos para ver. Y en esa lógica, profundamente polarizada, no importa la verdad, importa la narrativa con la que uno se identifica.
¿Hay luz al final del túnel? La pregunta sigue retumbando: “Mirar al futuro asusta. ¿Hay señales como para presumir un futuro de luz?” La respuesta no puede ser ingenua. El futuro no está garantizado. Dependerá, en gran medida, de lo que hagamos ahora. De si somos capaces de recuperar lo esencial: la palabra, el sentido, la escucha, la ética pública. De si la tecnología vuelve a estar al servicio del humanismo, y no al revés. De si formamos generaciones con pensamiento crítico, sensibilidad social y capacidad de construir comunidad.
El desafío es doble. Por un lado, es urgente revalorizar las instituciones democráticas, y con ellas, el rol del ciudadano activo, informado y comprometido. Por otro, necesitamos educar en profundidad emocional y en pensamiento complejo. Volver a enseñar que el mundo no es blanco o negro. Que hay grises. Que hay argumentos. Que la verdad importa.
La historia no se repite, pero sí advierte. Lo que comenzó con un discurso solemne en 1941 y hoy se decide en una story de Instagram, muestra que hemos cruzado umbrales culturales sin retorno. Sin embargo, todavía podemos decidir qué tipo de sociedad queremos ser. La pregunta no es si el mundo está desensibilizado, sino si estamos dispuestos a re-sensibilizarnos.