Miguel Méndez - Especial para Ovación
Junio de 1997. La selección de Uruguay era un caos. Cerca de quedar afuera del Mundial de Francia 1998, se aprontaba para defender el título de la Copa América con un sinfín de bajas, buscadas u obligadas, y en medio de un ambiente muy pesado.
El 8 de ese mes Uruguay recibía a Colombia en el Estadio Centenario por la fecha 12 de las Eliminatorias. La mano venía rara: Robert Siboldi (arquero titular) no podía ser citado ya que disputaba las finales por el ascenso con Necaxa de México, lo que parecía abrirle la puerta del arco a Carlos Nicola, golero de Nacional, que estaba seguro de su convocatoria. Sin embargo el entrenador, Juan Ahuntchaín, prefirió a Fernando Álvez, cuyo último partido había sido en la final de la Copa América 1995.
Esto trajo consecuencias: Nicola renunció al seleccionado y, por consiguiente, a la posibilidad de jugar la Copa América que arrancaría el 11 de junio. Además, y por una rebelde lesión, Enzo Francescoli tampoco estuvo ante los cafeteros en ese partido tan importante para la Celeste.
Uruguay debía ganar para mantener las esperanzas de ir a Francia pero no sostuvo la ventaja parcial y el 1 a 1 dejó un enorme sabor a derrota. Otro tropezón para un vapuleado seleccionado que, dos años atrás, se había consagrado como el mejor de América.
Rumbo a Bolivia
El título obtenido en 1995 -jugando en casa- era el que la Celeste debía ir a defender a Bolivia, en una Copa América a la que se le bajó un poco el precio por el momento en el que se jugó: casi pegada a las Eliminatorias, en medio de un calendario muy espeso.
Fue por ese motivo que casi todas las selecciones decidieron darle descanso a la mayoría de sus estrellas.
Solo el local, Brasil -que no disputaba las Clasificatorias por ser el vigente campeón del mundo- y Paraguay escogieron a su máximo potencial para afrontar el torneo.
Eso sí: ninguna tuvo que improvisar tanto como Uruguay. Una vez finalizado el encuentro ante Colombia sucedió una de las cosas más insólitas de las últimas décadas. La delegación debía ir directo del estadio al viejo aeropuerto para viajar a Bolivia pero Pablo Bengoechea, capitán de esa selección ante la ausencia del Enzo, no sabía qué hacer.
El problema había comenzado cuatro días antes, el 4. Ahuntchain presentó la lista para la Copa, con alguna figura de siempre pero varios nuevos. En ella aparecía el Profesor, algo que molestó a Peñarol, su club.
Desde esa entidad se pidió que retiraran al jugador de la lista pero la AUF se escudó en un acuerdo firmado en el que los clubes se comprometían a ceder a los convocados.
Se picó porque Peñarol mantenía firme la postura de no prestar a su 10 ¿El alegato? Bengoechea venía de un semestre intenso y que, a sus 32 años, necesitaba un reacondicionamiento físico.
Entre tires, aflojes y presiones dirigenciales, cuando finalizó el juego ante Colombia, el riverense se bañó, se vistió con la ropa de la selección y se subió al ómnibus que partía rumbo a Carrasco. Pero el vehículo avanzó unos metros y detuvo la marcha para que se bajara su flamante pasajero. Nadie entendía nada y (otra) bomba explotó.
Para agregar drama a esta bizarra historia, hay que saber que el 15, una semana después de ese hecho y en plena disputa de la Copa América, habría un clásico por la desaparecida Supercopa Sudamericana.
Rápidos de reflejos, desde la Asociación suspendieron de manera preventiva a Bengoechea y a Nicola por negarse a jugar con la selección. La decisión final la tendría el Tribunal de Penas.
Mientras tanto, con apenas 21 jugadores sobre 22 posibles, el Uruguay de un inquebrantable Ahuntchaín ya estaba en Sucre para encarar el debut ante Perú. Pero las condiciones no eran las ideales.
El miércoles 11 los involucrados declararon pero el fallo se postergó para más adelante. Al otro día, jugaba Uruguay. Obviamente perdió.
Hubo doble jornada el domingo 15: por la tarde Nacional y Peñarol empataron 2 a 2 en el primer clásico de la Supercopa -en el marco de un triangular que compartieron con Vasco Da Gama de Brasil- con la presencia de Nicola y el anunciado faltazo de Bengoechea, que trabajaba para recuperar su mejor estado físico.
Por la nochecita Uruguay respiró: venció 2-0 a Venezuela (goles de Álvaro Recoba y Marcelo Saralegui) y quedó a merced de poder robarle algún puntito a Bolivia en La Paz para clasificar. El tema es que la cosa era caótica. El delantero Luis Romero denunciaba que la delegación no había llevado ni siquiera una cocinera. “La mayoría de los muchachos, entre los que me incluyó, bajó tres o cuatro kilos. Así se hace muy difícil. Estamos solos”, dijo el Lucho.
Se armó un lío bárbaro
La olla se destapó: se supo que Ahuntchain pretendió llevar a 10 integrantes del plantel a Bolivia una semana antes de que arrancara el torneo para que se adaptaran a la altura pero la AUF se negó por el costo que eso suponía: de alojamiento, por noche, 250 dólares por los 10 jugadores. La Asociación se ahorró 1.750 de los verdes.
Los periodistas internacionales también tenían algo para decir. Se quejaban de que Uruguay era la única selección que no presentaba la planilla con la información del equipo previa a cada encuentro. “Hasta Venezuela tiene Jefe de Prensa”, confirmaba Romero.
Así eran las cosas. Cómo ya se dijo, Uruguay no pudo ni completar los cupos del plantel, ante la inesperada ausencia de Bengoechea, que hubiera sido el capitán. No hubo dorsal 13, a pesar de que en el plantel estaba Sebastián Abreu, que vistió la 22.
El fútbol uruguayo no siempre es una usina de milagros. A veces la lógica cachetea a la mística y eso, en la selección, pasaba muy seguido por ese entonces. Perdió ante Bolivia por 1 a 0 y no pudo entrar como uno de los mejores terceros. Afuera en primera ronda en la Copa en la que debía defender su corona. Noveno de 12. Fue la peor actuación de la historia. De todos los campeones de América, ese Uruguay fue el único que no pasó la fase de grupos cuando debió defender el título logrado en la edición anterior.
Finalmente las sanciones a Bengoechea y Nicola quedaron sin efecto justo cuando las polémicas habían desaparecido porque muy lejos de este país, en Malasia, un puñado de gurises de menos de 20 años nos estaban haciendo muy felices.