Carlos Real de Azúa fue uno de los grandes pensadores que tuvo nuestro país. Su aporte a la comprensión de fenómenos políticos, sociales y culturales fue enorme y pueden listarse obras como El impulso y su freno o El patriciado uruguayo para aquilatar el conocimiento enciclopédico de este autor que parecía haber leído todos los libros. Para conocer al personaje bien vale la pena leer la excelente biografía intelectual que le dedicó hace unos años Valentín Trujillo, un volumen que le hace justicia a la profundidad de su pensamiento.
Una de las obras de Real de Azúa suele colarse en nuestro debate de ideas (dónde se da algún debate de ideas, que convengamos son pocos lugares) es Uruguay: ¿Una sociedad amortiguadora? En ese libro desarrolla la idea de que Uruguay se configuró históricamente como una sociedad capaz de amortiguar los conflictos, vale decir suavizar conflictos sociales, atenuar tensiones políticas, evitar rupturas institucionales, diluir desigualdades económicas extremas y generar algunos consensos moderados, aunque no heroicos.
Sin embargo, el propio Real de Azúa advertía que ningún mecanismo de amortiguación es eterno. Los equilibrios sociales requieren cuidado, responsabilidad y liderazgo. Cuando esas condiciones se deterioran, la sociedad comienza a perder su capacidad de procesar tensiones. Y es aquí donde el presente interpela al diagnóstico.
El gobierno actual, lejos de reforzar esa tradición moderadora, parece decidido a romperla en múltiples frentes.
La escalada de declaraciones agresivas de varios dirigentes del oficialismo ha introducido un clima de crispación impropio del Uruguay que creíamos conocer.
El insulto reemplaza al argumento, la descalificación sustituye al diálogo y la provocación y la mentira pasa a ser un método político. Nada de esto es inocente.
Un país no se vuelve polarizado de un día para otro: se va erosionando lentamente la disposición a entenderse hasta que el conflicto deja de ser excepción y se convierte en norma.
A esta retórica se suma la ruptura de la aceptación tácita que hacían todos los gobiernos desde 1985 de no romper lo que había realizado la administración anterior, aunque se tuvieran reparos.
El abandono del proyecto Arazatí para asegurar el abastecimiento de agua potable iniciado en el gobierno anterior, reemplazado por decisiones improvisadas y técnicamente ridículas, constituye un caso emblemático.
En un tema de tanta sensibilidad, donde debería primar la continuidad, la evidencia y la responsabilidad intergeneracional, se optó por destruir lo avanzado solo por motivos ideológicos, abriendo una grieta que dañará a Uruguay por años.
El deterioro institucional continúa con la decisión de sostener a un presidente de ASSE cuya designación es incompatible con la Constitución por donde se la mire. Preservar esa situación equivale a naturalizar la ilegalidad desde el propio Estado, debilitando un principio básico de nuestra democracia: que el poder debe operar dentro de las normas. Lo mismo ocurre con el escándalo ocasionado por la endeble denuncia por los barcos adquiridos a la empresa española Cardama, en que el propio presidente se ve envuelto por el mal consejo de su secretario y prosecretario, ocasionando un grave daño a la confianza pública.
En el plano económico, la destrucción de la institucionalidad fiscal agrava el cuadro, devolviendo al país a tiempos en que el manejo del gasto público respondía al capricho político. Como si esto fuera poco, se suman propuestas de marcado carácter chavista, como la obligación de solicitar permiso estatal para despedir a un trabajador, un retroceso que desalienta la inversión, paraliza decisiones productivas y coloca a Uruguay en un sendero extraordinariamente peligroso.
Todo esto demuestra que el gobierno actual, amén de la personalidad campechana del presidente, está guiado por líderes ideológicos decididos a cavar una grieta cada vez más profunda y llevar al país por un rumbo profundamente equivocado.
Las consecuencias ya son visibles: una sociedad más violenta en su lenguaje, más pobre en sus oportunidades y más gris en sus horizontes. Real de Azúa nos recordó que la fortaleza del Uruguay residía en su capacidad de amortiguar tensiones. Hoy, lamentablemente, asistimos al proceso inverso: la sustitución deliberada de la moderación por la confrontación.
Y no hay país que salga indemne de ese camino.