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The Economist declaró que Uruguay es el país más democrático del continente. Ubicado 13º entre 167 naciones, somos el único Estado de las tres Américas con democracia plena, un bien que solo disfruta el 6,4% de la población mundial.
Notas muy buenas. Sobre 10, en proceso electoral y pluralismo sacamos 10. En libertades civiles 9,75. En cultura política 8,75. En funcionamiento del gobierno 8,57. Y en participación política 7,22. Promedio: 8,85. Cuadro de honor. Potenciado porque en 2021 el índice mundial bajó de 5,37 a 5,28.
Da para celebrar. Y sobre todo, para reflexionar.
Miradas admirativas recibió el Uruguay muchas veces en su historia. Ninguna lo inmunizó contra desviaciones y caídas.
Por décadas nos obnubiló la superstición de que ciertos males no eran para nosotros. Pero no: pueblo abierto desde su libertad a todas las ideologías, flaquezas y tentaciones, pagamos cara la soberbia. Por lo cual hoy, lejos de mirar desde arriba a los rezagados, debemos examinarnos hacia adentro y sacar conclusiones del entorno.
El honor de volver a ser primeros nos llega en una etapa en que forcejeamos dentro de un Mercosur que tiene contextos que serían risibles si no fueran dramáticos. Por tanto, no nos distraigamos. Tomemos nota, elaboremos y redoblemos la voluntad de construir camino propio.
El presidente argentino Alberto Fernández viajó a Pekín y allí pronunció palabras que la Casa Rosada no divulgó pero se conocieron porque las difundió el anfitrión chino. Dijo textualmente: “Nos sentimos muy identificados con el trayecto desde la revolución hasta el presente, que ha puesto a China en el lugar que ocupa en el mundo. Compartimos una misma filosofía política que pone al hombre como centro de la política.” En esa reivindicación maoísta pasó por alto los cientos de muertos en la plaza Tiananmen, los millones de muertos de la revolución con que se identificó y, además, el régimen de partido único que define al sistema chino como la dictadura totalitaria que es.
Conviene consignar este salto de trapecio del socio mercosureño para tomar distancia. Con China, podremos insistir en avanzar con un TLC pero no debemos conceder ni un tranco de pollo en materia filosófico-política. Negocios sí, entrevero no.
Lo que ocurre en Chile es aún más elocuente.
Por su apertura, el país trasandino se constituyó en modelo económico y ejemplo de desarrollo. A la salida de la dictadura, supo construir una honrosa alternancia de izquierda y derecha. Pero atizó clamores sectoriales, clasistas y raciales y no le dio vida fuerte a sus partidos políticos. Aumentó su clase media como consumidora pero no como partícipe en la vida pública. Creció más el PBI que la cultura popular.
Con hechos de corrupción y prédicas nihilistas, en Chile se sembró la desconfianza. Y bastaron unas protestas incendiarias por el precio del boleto para que se convocase una Convención Constituyente que parece la tómbola del dislate: reconocer en Chile 9 nacionalidades distintas, suprimir el Senado, armar una Cámara única con representantes elegidos por voto general y con delegados de intereses sectoriales. Un amplio vademécum del delirio fasci-populista, cuyo texto final irá a plebiscito en octubre, cuando haya corrido medio año de gobierno del electo presidente Gabriel Boric, que asumirá sin más experiencia que la de su militancia revoltosa, afín a las dictaduras castrista y chavista.
Todo eso sonaría a distante y ajeno si no fuera que en nuestra comarca tenemos factores similares. Los partidos políticos no funcionan: sirven como puntos de referencia nominales pero no tienen respiración ciudadana. La discusión de ideas se sustituye por encuestas de popularidad. El ciudadano con convicciones se ha reemplazado por el telespectador con atención política apenas flotante. El Pit- Cnt hace política abierta.
Nuestra cultura conceptual se sustituye por entertainment liviano o agravios pesados. Se siembra descalificación, división y odio. La credibilidad se horada por las fallas del proceso penal. Ideologías materialistas oscurecen la idealidad que inspira todas las ramas del Derecho. En nombre de la guerra de clases, se impide que la ciudadanía se hermane por sentimientos unificadores y normas republicanas…
Por cierto, nuestro gobierno tiene enormes diferencias con el que se está yendo de Chile erizado de magulladuras.
Pero si valoramos la recuperación de los laureles, no nos durmamos sobre ellos. Al fin de cuentas, hay que ganarse día por día el pan de la libertad.