En dos años más, mayo de 2027, serán las elecciones presidenciales en Francia. Si bien parece un lapso larguísimo, teniendo en cuenta el ritmo de vértigo que han tomados las relaciones internacionales sobre todo a partir de esta presidencia Trump, importa tener claro cuál es el panorama francés que condiciona a toda la Unión Europea (UE) y sus vínculos con el resto del mundo.
Una visión cada vez más marcada por la hegemonía estadounidense en la globalización cultural y económica de esta parte del mundo nos impide ver con claridad la importancia de Francia en el escenario global. Por un lado, en el continente europeo, París es privilegiada en dos sentidos: es la segunda economía de la UE luego de Alemania; y sobre todas las cosas, es la única potencia con poder militar nuclear de toda la Unión. Con relación a sus fronteras al sur, es protagonista mayor de la organización internacional de la francofonía, que es la comunidad de 900 millones de habitantes que usan el francés como lengua y de la que son miembros más de 40 Estados en varios continentes y sobre todo en África. Y en el plano de las relaciones globales, París ocupa un lugar permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y es principal potencia marítima mundial, con presencia en lugares tan alejados de la ciudad luz como Oceanía, Medio Oriente o América del Sur -don- de, no lo olvidemos, está su fronte- ra territorial más extensa de todas, de parte de la Guyana francesa con Brasil.
En un contexto cada vez más claro de rivalidad sino-estadounidense en el mundo, el papel de Francia en Europa y en Occidente en general puede llegar, pues, a ser clave. Y no sería la primera vez que París tuviera la ambición de liderar un tercer espacio internacional, alejado de las dos grandes potencias mundiales: el presidente De Gaulle (1958-1969) así concibió su influencia global, sustentado en su idea de una Francia universal. Por eso mismo es que, por ejemplo, generó en el año 1964 una extensa gira que lo llevó por distintas capitales sudamericanas con un éxito rotundo.
Claro está, las circunstancias, sesenta años más tarde, han cambiado. Pero el desafío para el próximo presidente francés sigue siendo el mismo: cómo hacer valer una voz propia en el concierto mundial, que reivindique valores occidentales claves y que por tanto se diferencie del imperialismo chino que sitúa a Pekín en el centro del mundo, y de los arrebatos estadounidenses que ponen en tela de juicio la arquitectura de la globalización generada luego de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de una arquitectura que, modernizada luego de 1991, ha permitido el período de expansión económica y mejora del bienestar social más grande de la historia de la humanidad.
Francia tiene aliados naturales con los que contar en el espacio de influencia occidental, mediterráneo y cristiano, cuyas características de potencias enriquecen y complementan las que posee París: se trata, naturalmente, de Italia y de España. Pero para que todo eso se encauce y fectivamente termine de conformar un polo de atracción europeo primero, occidental después y mundial finalmente, la cita electoral presidencial francesa será determinante.
En efecto, ninguna de las perspectivas internacionales de poder que hemos señalado aquí podrán llevarse adelante si Francia vive atascada con problemas sociales y de integración identitaria tales que hacen que cerca de un 40% de su ciudadanía apoye a partidos de extrema derecha. Tampoco es posible que París lidere ese espacio de tercero en disputa en el campo mundial, junto a poderosos aliados europeos, si sus músculos económicos se entumecen, perdiendo vigor su capacidad exportadora, defendiendo todo tipo de intereses corporativos sectoriales, y dejando morir su otrora potente producción industrial. Para volver sobre la comparación con la política exterior de De Gaulle: ella pudo desenvolverse con relativo éxito gracias a que Francia vivía por esas épocas sus llamados treinta años gloriosos en materia de crecimiento económico.
El actual presidente Macron no podrá presentarse como candidato, y es muy probable que la lideresa de extrema derecha Le Pen tampoco pueda hacerlo por su situación judicial. Hay un amplio espacio pues para el surgimiento de nuevos líderes, y por eso mismo es que la interrogante sobre el papel de París en el escenario internacional se hace mucho más grande. En definitiva, allí también se juega el futuro de mayor protagonismo comercial y político en Occidente de los países que forman el Mercosur.