No es improbable que al ritmo que vamos, infelizmente estemos llegando a una cantidad superior a los 500 asesinatos en este 2025 en Uruguay. ¿Cuándo y cómo vamos a reaccionar?
Vivimos en un sueño de satisfacción colectiva que es muy preocupante. Miramos a Argentina, por ejemplo, y nos congratulamos de tener mejores índices de pobreza y de indigencia, una economía más estable y una democracia más sólida. Miramos a Brasil, y seguimos creyendo que la nuestra es una sociedad más integrada y menos violenta, y nos satisfacemos de nuestra evolución democrática comparada.
El problema es que siempre terminamos mirándonos en el espejo que más nos conviene para quedarnos satisfechos de nosotros mismos y evitar así cambiar de rumbo de forma clara y decidida. Porque, por ejemplo, cuando se mira en comparación con Argentina, el reflejo válido no es con San Juan o con Jujuy, sino con la ciudad de Buenos Aires, de cantidad de habitantes e integración socioeconómica similar a las de Uruguay. Allí el espejo ya no nos es tan favorable. En primer lugar, porque alcanza con recorrer Montevideo y Buenos Aires para ver el estado deplorable comparativo de nuestra capital. Y en segundo lugar, porque del otro lado del Plata la tasa de homicidios es menor a la mitad de la tasa uruguaya, y con una seguridad ciudadana que ha mejorado radicalmente en este último año.
Si la comparación es con Brasil, también hay que ser más específico. En San Pablo, por ejemplo, la tasa de homicidios también es mucho menor que la de Uruguay, y ni qué hablar si se la compara con la de Montevideo. A su vez, es sabido que la brasileña es una sociedad de enormes dificultades sociales y falta de sentido de igualdad, pero cuidado con creer que las clases medias en nuestro país viven con mayor poder adquisitivo real o con mejor calidad de vida general que las clases medias de las principales ciudades desarrolladas de los estados del sur de Brasil: pensar así sería un profundo error que la realidad desmiente.
Hay que bajarse un poco de una soberbia que viste ropaje de humildad provinciana y que considera que estamos mucho mejor que nuestros vecinos. Si vemos en el largo plazo, por ejemplo, es claro que Brasil ha hecho mucho más en estos últimos veinte años que nosotros en mejorar el nivel educativo de sus clases populares. Si prendemos las luces largas, es claro también que Argentina ha hecho mucho más que nosotros en desarrollar sus principales ciudades, como Buenos Aires, Córdoba o Rosario, con iniciativas de infraestructura y de arquitectura que realmente dejan a Montevideo muy postrada comparativamente.
Está la dimensión política que siempre señalamos con fuerte ventaja comparativa. Pero, para retomar aquella vieja frase de los años ochenta del presidente argentino Alfonsín, la democracia comporta consigo ciertas esperanzas y también ciertas promesas: con la democracia no solo se vota, sino también “se come, se cura y se educa”.
Si pasan las décadas y la democracia no logra aceitar el ascenso social para las clases populares en base al trabajo y al esfuerzo individual; si pasan los lustros y la educación pública no termina nunca de ser el estribo a partir del cual poder hacerse de herramientas para salir adelante y forjarse un futuro venturoso; y si pasan los años y la salud pública, que cada vez se precisa más por causa del envejecimiento de la población, en vez de mejorar radicalmente se estanca o retrocede, definitivamente la que terminará sufriendo será la legitimidad misma de la democracia como sistema de convivencia.
Si a todo ello se suma que su-brepticiamente las principales zonas urbanas del país, y en particular Montevideo, empiezan a constatar cómo la violencia desatada con balazos, heridos y asesinados va extendiéndose por doquier -ayer en la Aguada, antes de ayer en la rambla de Pocitos, mañana en el centro de la ciudad, etc.-, definitivamente las promesas de la democracia van a empezar a marchitarse también en la perspectiva orgullosa del Uruguay que se considera a sí mismo más democrático y reposado que sus vecinos.
La convivencia pacífica se nos está yendo como agua entre las manos y no queremos verlo y enfrentarlo. Cuanto más demoremos en reaccionar más grave serán las medidas que tendremos que tomar y que, sin duda, afectarán nuestras libertades y nuestra calidad democrática. No es tiempo de enfrentamientos partidistas menores. Es tiempo de entender que nos jugamos la identidad del Uruguay de siempre, el de las medianías y el de la sociedad amortiguada.