Se cumplen mañana 200 años de lo que se conoce como “el abrazo del Monzón”, un episodio clave en el proceso emancipatorio que se había iniciado pocas semanas antes con el desembarco de los Treinta y Tres Orientales en la playa de la Agraciada.
La dominación luso-brasileña en lo que en esos años se dio en llamar la Provincia Cisplatina contó con apoyos locales. Uno de ellos, fundamental para poder asegurar cierta paz social sobre todo en la campaña de la Banda Oriental, fue el de Fructuoso Rivera. De hecho, el inicio de una revolución más temprana, hacia 1823, fracasó justamente porque Rivera no intuyó que estuvieran dadas las condiciones para el éxito del emprendimiento, y permaneció por tanto del lado de los ocupantes extranjeros.
Pero la posición del gran caudillo rural cambió en 1825. La historia patria sabe que Rivera conocía los preparativos de la Cruzada Libertadora. Pero también verifica que tenía sus propios planes, que consistían en formar un estado independiente que comprendiera la Banda Oriental, el Rio Grande del Sur y quizás alguna provincia argentina como Corrientes. Lo cierto es que el 29 de abril de 1825, cerca del arroyo Monzón en Soriano, Rivera fue tomado prisionero por Juan Antonio Lavalleja, quien con sus fuerzas le tendieron una celada al caudillo que no estaba por allí en son de paz sino para reprimir la revolución.
El historiador Lincoln Maiztegui, siempre benigno hacia quien luego fuera el primer presidente constitucional del Uruguay, relata que “después de una conversación en la que se aclararon actitudes anteriores, Rivera se sumó a los revolucionarios, de los que pasó a ser puntal decisivo.
La polémica entre historiadores blancos y colorados sobre si este pasaje fue forzado o voluntario es absurda, dada la actitud posterior del caudillo, que obtuvo la victoria del Rincón y en 1828 decidió las cosas en su brillante campaña de conquista de las Misiones Orientales. Simplemente, Rivera, siempre pragmático y lúcido, vio en este movimiento las garantías de seriedad y posibilidades de victoria que no vio en 1823”.
El alineamiento de Rivera fue en efecto sumamente importante para volcar todo el peso social en favor de la revolución iniciada en la Agraciada. Tanto Lavalleja como Oribe, ambos principales jefes de los Treinta y Tres Orientales, bien sabían la ascendencia de Rivera entre los pobladores de la Banda Oriental que aun permanecían adictos a la causa del usurpador extranjero, y por eso mismo es que, en vez de provocar un enfrentamiento de ajuste militar con quien había estado al servicio de portugueses y brasileros durante cinco años, acordaron con sentido patriótico la unidad en favor de la independencia a orillas del arroyo Monzón.
A doscientos años de aquellos episodios fundamentales - la captura de Rivera al servicio de la autoridad ocupante de la Banda Oriental; la conversación “aclaratoria” de manera de no omitir las actitudes anteriores de cada uno; y el acuerdo patriótico que determinará el éxito de la empresa revolucionaria y que se recuerda como “el abrazo” del Monzón - importa mucho sacar al menos dos conclusiones de largo aliento.
La primera de ellas es que, como bien escribía hace ya tres lustros Maiztegui, es hoy en día completamente estéril entrar en debates históricos blanco-colorados acerca de quién estuvo bien y quién actuó incorrectamente en aquel mes de abril de 1825 en el que aún no se habían definido el color de los bandos que dominarían el siglo XIX del país - eso fue recién en 1836-, pero en el que ya es claro que se verifican predominios caudillistas muy potentes. Más allá de que se pueda criticar una voltereta acomodaticia de Fructuoso Rivera en Monzón, lo cierto es que su actuación posterior sin duda lo sitúa entre los prohombres de la Patria.
La segunda conclusión es tan sencilla como luminosa: para ser independientes, para forjar un destino nacional, para hacer que este rincón de Sudamérica viva con personalidad propia, el único camino posible desde hace doscientos años es el de la unidad en momentos esenciales de nuestra historia.
No hubiera habido éxito libertador sin el acuerdo del Monzón, sino que hubiéramos seguido viviendo bajo el yugo de un poder extranjero: los Treinta y Tres precisaban a Rivera, y Rivera y su enorme ascendencia social precisaban de los Treinta y Tres.
Este sentido de unidad, tan cierto a lo largo de nuestra historia, sigue estando muy vigente doscientos años más tarde: para ser independientes precisamos del sentimiento patriótico de estar convencidos de nuestro destino nacional.