ESTA a consideración del Senado el proyecto de ley que deroga el artículo 162 del Código Penal, cuyo "nomen juris" es el de "Abuso de funciones en casos no previstos especialmente por la ley". En su mérito, "El funcionario público que, con abuso de su cargo, cometiere u ordenare cualquier acto arbitrario en perjuicio de la administración o de los particulares, que no se hallare especialmente previsto en las disposiciones del Código, será castigado con prisión de tres a veinticuatro meses, e inhabilitación especial de dos a seis años".
Este delito, como tantos otros, fue letra muerta durante muchos años. En consecuencia, a nadie le preocupaba. Pero, de un tiempo a esta parte, cada vez que a un juez se le mete entre ceja y ceja procesar a un cristiano que haya ocupado cargos públicos, cada vez que su conducta funcional le huele a corrupción pero su presunción no encuentra asidero en la realidad o resulta de difícil prueba, se agarra de la tabla de salvación que le proporciona el artículo 162 y logra su propósito. O sea, tipificarle un delito, procesarlo y, tras de cuernos palos, a veces privarlo de su libertad.
FUE lo que le ocurrió al extinto contador Enrique Braga y, posteriormente, a otros ex jerarcas gubernamentales. Se advirtió, en consecuencia, el error cometido por el codificador al incluir entre los delitos contra la Administración Pública el abuso de funciones. Es que hasta los príncipes de la inteligencia, condición ostentada por don José Irureta Goyena, a veces yerran. Y, a partir de tal verificación, surgió una justificada corriente de opinión en pro de la derogación del riesgoso e inconveniente articulejo 162, en la que El País hizo punta. A ella responde el lógico proyecto de ley que dispone su derogación.
Sabido es que, en sede de Derecho Penal, cada figura delictiva encarta en lo que se conoce, en la jerga técnica de esta disciplina jurídica, como su "tipo". En su mérito, cada una de las normas del Código que consagra un delito determinado procede a su tipificación. Vale decir a definir con total precisión la conducta u obrar humano cuya comisión o configuración pena. Esta regla de oro de la rama penal del Derecho encuentra su consagración en el art. 1º del Código: "Es delito toda acción u omisión expresamente prevista por la ley penal".
ESTE precepto, que traduce el clásico y sabio aforismo latino "Nullum crimen sine previa lege", es de clara raíz constitucional y traduce, en forma de principio general, la norma fundamental del art. 10 de la Carta, en su inciso segundo: "Ningún habitante de la República será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe". Redacción cristalina que viene de la Lex Magna fundacional y que seguramente responde a la sabiduría jurídica del ilustre constituyente Jaime Zudáñez, su principal redactor.
Algunos doctrinos le llaman el principio de legalidad, por cuanto responde a la máxima de que la conducta de los seres humanos sólo puede ser regulada y limitada por vía legal. Es que los "poderes de libertad", como les llamaba Justino Jiménez de Aréchaga, pertenecen a la reserva de la ley. Otros juristas nominan al noble precepto como el principio de libertad que, para los individuos, significa que todo lo que no está prohibido ni impuesto por un mandato legal, está permitido. Permitido tanto en el campo de la acción como en el de la omisión. En el terreno del hacer como en el de no hacer.
BASTAN estas reflexiones generales, unidas a un somero análisis del texto del artículo 162 del Código Penal, para comprender la aberración que configura esta norma prohibitiva. ¿Prohibitiva de qué? "That is the question". Y bien, lo que se veda y se pena nada más ni nada menos que con tres a veinticuatro meses de prisión, es la arbitrariedad de los funcionarios públicos. No se sanciona una conducta concreta, definida con nitidez y precisión, sino que la borrosa tipificación opera por vía de descarte. Si la conducta ya está incriminada por otra norma del Código, este delito no opera. ¿Cuál es su función, entonces? La de ser una especie de red que aprisiona en la calificación delictuosa todo obrar arbitrario, cometido u ordenado "con abuso del cargo". Esta última expresión es técnicamente defectuosa, porque no se abusa del cargo sino de sus atribuciones o competencias. Y lo de que ello se haga "en perjuicio de la administración o de los particulares", en puridad, sobra, pues no es concebible una arbitrariedad abstracta, que no dañe a alguien.
Es como si el Código dispusiera: "Prohíbese y pénase que los funcionarios públicos actúen arbitrariamente, abusando de los poderes de su cargo". Una cosa implica la otra, porque quien ejerce regularmente sus atribuciones, siguiendo las formas y procedimientos establecidos para su ejercicio, y lo hace en vista de los fines para cuya consecución se le cometen tales poderes jurídicos, jamás puede incurrir en arbitrariedad.
ADVIERTASE, entonces, que la imputación de esta conducta delictiva por parte de un juez implica la determinación de dos de los conceptos más jabonosos del Derecho Administrativo, cuya precisión y delimitación ha generado ríos de tinta y torrentes de sesudas reflexiones, emanados de sus más encumbrados doctrinos. En primer lugar, el de arbitrariedad, de borrosa línea divisoria con la discrecionalidad. O, como enseñaba Sayagués Laso, con la existencia de "cierto poder discrecional" de la administración. Y, en segundo lugar, el de la figura del "abuso de poder", cuya configuración como causal autónoma de nulidad de los actos administrativos estableció el decreto ley 15.524 junto al exceso y a la desviación de poder, y que ha sido, desde entonces, fuente de arduas cavilaciones para los administrativistas, obligados a hilar muy fino en esta materia. Así lo han hecho, por ejemplo, Durán Martínez y Cajarville Peluffo.
Bastan estas reflexiones para comprender que, en rigor, en este delito se confunden las formas más sutiles de los ilícitos administrativos. Como, además, el vituperado artículo 162 es una prohibición genérica e imprecisa, que rechina tanto con el art. 10 de la Constitución como con los principios básicos del Derecho Penal, urge su derogación. Y la consiguiente sanción del proyecto de ley que la consagra.