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Todos somos los Gómez

El Ciudadano | Montevideo
@|La mesa de los Gómez era de roble macizo, la misma desde que el abuelo la trajo del campo en los años setenta. Cabían ocho cómodamente, al principio solo eran cinco: papá, mamá, los dos hijos y la abuela; la comida alcanzaba, y sobraba.

El primer día que apareció el extraño fue un martes del 2005, un hombre flaco, de traje gris y credencial colgada al cuello, se acercó mientras servían el guiso.

Disculpen, soy del Ministerio de Promoción Social, necesito verificar que coman equitativamente.

Sin pedir permiso metió la cuchara en la olla, sacó dos porciones generosas y las puso en un tupper que llevaba. Nadie dijo nada, papá apretó los labios, mamá miró al suelo, los chicos pensaron que era algo puntual.

A la semana siguiente eran tres, uno del Ministerio de la Mujer, otro de la Secretaría de Derechos Humanos y una tercera de la Dirección de Diversidad; cada uno sacó “su parte correspondiente”, el guiso ya no alcanzó para repetir.

Con los años la cosa se volvió rutina, cambiaban los gobiernos, los colores de las campañas, los nombres de los ministerios, pero nunca la escena de las siete de la tarde.

2010, ya había doce sillas plegables arrimadas a la mesa; llegaban con carpetas, sellos y sonrisas de trámite; uno del Instituto Nacional contra la Discriminación, otro del Observatorio de la Violencia Simbólica, una chica del Ente Regulador de la Publicidad Sexista que se llevaba especialmente las milanesas “porque tenían forma fálica”; los Gómez comían cada vez más despacio, calculando, racionando.

2015: la mesa de roble desapareció, la cambiaron por una más grande, de aglomerado, que compraron con un crédito del Banco República. Ahora entraban veintisiete comensales inesperados; el sueldo de papá ya no llegaba a fin de mes porque le retenían “Aportes al Fondo Solidario para la Inclusión”, mamá dejó de comprar carne los jueves, la reemplazó por polenta con tuco.

Los empleados públicos aplaudían la austeridad: “¡Qué lindo ejemplo de conciencia social!” decían mientras se servían doble.

2020: pandemia. La familia comía por Zoom con la abuela, que ya no podía salir. En la pantalla veían cómo, en la casa vacía, entraban cuarenta y tres personas con barbijo y credencial; uno del Programa Nacional de Teletrabajo sacó la heladera entera “para repartir entre los compañeros que no tenían”. Otro, del Ministerio de Ambiente, se llevó las plantas “porque eran especies en peligro de extinción doméstica”.

2025: la mesa es un tablón apoyado sobre caballetes en el garaje. La familia son dos nada más; la abuela murió y los hijos se fueron del país. Papá y mamá comen fideos con aceite mirando cómo ochenta y siete empleados públicos (algunos con chaleco reflectante, otros con auriculares de call-center) se reparten lo poco que queda. Uno del Instituto Nacional de la Juventud se lleva el paquete de fideos entero: “Es para los pibes del merendero estatal”. Otro, del Ente de Control de Narrativas, revisa la salsera por si contiene “discurso de odio sódico”.

Papá ya no protesta, solo cuenta los cubiertos que faltan y recuerda cuando la mesa era de ellos solos. Mamá a veces llora en silencio mientras un señor del Ministerio de la Felicidad Obligatoria le palmea la espalda y le dice: -No se preocupe, señora. Para eso estamos: para que nunca les falte… a nosotros-.

Y la comida sigue desapareciendo, cucharada tras cucharada, decreto tras decreto, hasta que un día los Gómez se sientan a la mesa y ya no queda ni un plato que robar.

Solo queda la cuenta de los impuestos.

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