Roberto Alfonso Azcona | Montevideo
@|Una historia imaginaria compuesta de muchas realidades.
Hoy, 15 de diciembre de 2025, me senté en la misma esquina de siempre, la de la calle 8 y la avenida principal, donde el asfalto está roto y huele a orina y humo de basura. Tengo 14 años, pero ya me siento viejo, el sol pega fuerte, aunque es tarde, y el sudor me baja por la espalda debajo de la remera rota.
En la mano derecha aprieto la pistola que me pasó el Chino esta mañana, es una 9 milímetros, pesada, fría, con el número limado; me dijo que hoy tenía que “cubrir el punto” porque el Pelao no vino.
En la mano izquierda tengo el sobre que me entregó la profe del liceo hace dos días: una beca de los curas completa para un colegio técnico en el Centro, con transporte y almuerzo pago. Papel blanco, letra cursiva, mi nombre escrito bien grande: “Felicitaciones, Jonathan”.
Miro el sobre y después miro la pistola, las dos cosas pesan distinto.
En casa somos ocho hermanos vivos, el mayor, Brian, está preso con papá en Libertad desde hace dos años por un ajuste que salió mal, el otro, el Kevin, lo mataron hace ocho meses a la vuelta de la cancha, cuatro tiros en el pecho por una deuda de falopa que nunca fue de él. Los más chicos, los mellizos de seis años, no entienden nada; solo preguntan cuándo vuelve papá y por qué Kevin no viene más a jugar al fútbol; mamá trabaja de noche limpiando oficinas y de día duerme, o llora, o grita, a veces todo junto.
Yo soy el del medio, el que tiene que cuidar a los chicos cuando ella no está, el que trae plata cuando no alcanza, el que escucha los tiros de noche y sabe contarlos para adivinar si fue cerca o lejos.
La profe dice que tengo cabeza, que saco buenas notas cuando voy, que esta beca es mi salida, que si estudio electricidad o mecánica puedo tener un trabajo de verdad, uno que no termine en un cajón o en una celda, que soy distinto.
Pero sentado acá, con la pistola en la mano y los pibes del barrio mirándome como si ya fuera alguien, siento que soy exactamente igual que todos. El Chino me promete que en dos años puedo tener moto, cadena de oro, respeto, que puedo ayudar a mamá de verdad, pagar el alquiler, comprar zapatillas nuevas para los mellizos, que la familia necesita que yo sea hombre ahora.
Y mientras pienso en todo eso, me pongo a mirar los carteles de la campaña que todavía cuelgan rotos en las paredes, fotos de políticos sonrientes, promesas gigantes en letras rojas y azules; mientras los políticos la pasan bien, se llenan la panza y no dejan de prometer lo que nunca dan, yo me pregunto por qué carajo se olvidan de nosotros, de barrios como éste, de pibes como yo, de familias que se deshacen mientras ellos brindan en canales de televisión y se suben el sueldo. Prometieron seguridad, trabajo, escuelas nuevas… y acá estamos, con más balas que libros.
Miro el sobre otra vez, dentro hay un futuro que no conozco, aulas limpias, compañeros que no llevan fierros, profesores que no tienen miedo de caminar por el barrio; un Jonathan que llega a casa sin sangre en las manos y sin tener que mirar para atrás cada dos pasos.
Miro la pistola, es un futuro que sí conozco, rápido, peligroso, pero claro, uno en el que nadie se ríe de mí, en el que los míos comen todos los días, en el que sigo siendo parte de algo.
Un auto pasa despacio, música alta, vidrios polarizados, me pongo tenso, aprieto el arma, el corazón me late fuerte, el auto sigue de largo... Respiro.
Guardo la pistola en la cintura y abro el sobre; leo otra vez las palabras, “oportunidad única”, “potencial”, “futuro brillante”, me da risa, pero una risa que duele, guardo el papel en el bolsillo, cerca del corazón.
No sé qué voy a hacer mañana, tal vez entregue la pistola y vaya al liceo a firmar la beca, tal vez me quede en la esquina y siga cubriendo el punto.
Solo sé que hoy, por primera vez, tengo las dos cosas en la mano y que elegir una significa soltar la otra para siempre.
Me paro, me ajusto la remera, y empiezo a caminar hacia casa, los mellizos deben estar solos. Mañana… mañana veo.