Roberto Alfonso Azcona | Montevideo
@|Uruguay, esa nación que el mundo envidia por su estabilidad democrática, su convivencia pacífica y su rechazo histórico a los extremismos, enfrenta hoy una amenaza sutil pero devastadora, el político enemigo que se disfraza de salvador, pero cuya única meta es la destrucción.
Históricamente, nuestros grandes líderes, con errores y aciertos, defendieron sus ideas con principios inquebrantables.
Hoy, salvo honrosas excepciones que aún inspiran esperanza, asistimos al ascenso de una nueva elite política que se enquista en los tres poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. No construyen, deconstruyen; no unen, dividen; no buscan la verdad, la disfrazan de “relato” conveniente.
Estos malos políticos, sin bandera ideológica clara, se esconden tras discursos populistas huecos. Han abandonado el sentido común y se arropan en alianzas oportunistas, justificando incluso la corrupción como un mal menor. Por un lado, el progresismo radical encuentra en la ideología “woke” (esa biblia importada que prioriza divisiones identitarias sobre soluciones reales) su dogma intocable; por el otro, surge un descontento ciudadano que, frustrado, cae en la trampa del antisistema, creyendo que la ruptura total es la panacea para un nuevo orden social.
Ambos bandos, el populismo ideologizado y el resentimiento antisistema, comparten una idea común: la destrucción como fin en sí misma. Olvidan lo esencial; los uruguayos no queremos más odio, más relatos falsos, más promesas vacías. Queremos soluciones prácticas, concretas, que den resultados tangibles, seguridad en las calles, educación de calidad, empleo digno, salud accesible y un Estado eficiente que no ahogue al ciudadano con burocracia e impuestos.
Identifiquemos sin miedo a estos malos políticos, son los que fomentan el discurso del odio para movilizar emociones en lugar de razones; los que justifican la corrupción con excusas ideológicas; los que importan agendas extranjeras que dividen nuestra sociedad pacífica; los discípulos del terror verbal y los maestros de ideologías trasnochadas que prometen “justicia” mientras siembran más divisiones, más pobreza moral y más estancamiento; son los que olvidan la Constitución e ignoran la voluntad popular expresada en referéndum.
No dejemos que crezca este mal, frenémoslo con voto consciente, con debate racional, con rechazo firme a la prédica destructiva. Uruguay no merece enemigos internos que erosionen sus valores republicanos, su convivencia ejemplar y su tradición de diálogo. Rechacemos la falsa promesa de un mundo “más justo” que en realidad nos ofrece solo ruinas.
Los ciudadanos uruguayos merecemos líderes que construyan sobre lo logrado, no que destruyan por ambición o resentimiento. Es hora de defender nuestra democracia excepcional, no con odio, sino con firmeza. Porque el verdadero enemigo no está afuera, está dentro, disfrazado de político, y solo nosotros podemos expulsarlo.