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Análisis autocrítica

Juan Martín Posadas | Montevideo
@|Días pasados en Fray Bentos tuvo lugar el primer paso en un postergado proceso de reflexión que el Partido Nacional ha dispuesto para interrogarse sobre su desempeño en las últimas elecciones. ¿Por qué se perdió esa elección cuando las encuestas daban en el año electoral un 50% de aprobación al gobierno? La autoridad partidaria contrató una empresa para que le explique al Partido (nos explique) por qué se perdió. Yo tengo mi explicación.

El gobierno de Lacalle Pou, a dos semanas de asumir, tuvo que enfrentar una amenaza sanitaria mundial: como consecuencia forzada tuvo que suspender los planes de gobierno que tenía preparados y enfrentar lo imprevisto. No dio en ese momento una respuesta meramente sanitaria: fue un planteo de fondo, un decirse a sí mismo del gobierno en términos básicos. Y los uruguayos, así lo entendieron. El Uruguay escuchó dos voces ante la pandemia: cuarentena obligatoria y libertad responsable, acá no se apagan los motores de la economía.

En esa instancia inicial y sorpresiva fue puesto bajo cuestionamiento un paradigma histórico fundamental de nuestro país. El Uruguay moderno, como se sabe, se construyó sobre la matriz batllista; con el tiempo, y ley de entropía mediante, aquello vino a dar en lo que Real de Azúa llamó impulso y freno a la vez. En sus palabras: “El batllismo creó el estado moderno uruguayo generando un habilidoso arbitraje entre Partido y estado que hacía a nuestra sociedad desdeñosa de todo cambio de estructura y de todo impulso radical y valeroso ya que todo reclamo tiene aparentemente el destino de ser oído y atendido”. Lo mismo fue aludido por Tucho Methol cuando dijo que el Uruguay era un país de comensales y más recientemente Javier de Haedo cuando habla del pacto de la penillanura.

En ese momento inaugural del gobierno de Lacalle Pou se produce un primer atisbo de quiebre en eso que comúnmente se llama el sentido común nacional; se empieza a instalar otro idioma, se comienza a generar otro imaginario social, ya no más de comensales pidiendo ser atendidos por el gobierno. Fue el comienzo de un cambio enorme: el gobierno altera las expectativas antiguas, casi tradicionales, casi sello de la uruguayez y al hacerlo en vez de castigo pasa a tener 60% de aprobación.

Hay que tener en cuenta que los cambios en el imaginario de la sociedad nunca son bruscos: son procesos. Lo importante es el primer paso, el desprendimiento inicial. Claro que a esos pasos iniciales hay que darles nombre, ponerle letra, claves de lectura. Si no adquiere-recibe un relato eso se marchita, vuelve atrás, porque la sociedad por sí misma no tiene elementos para interpretar qué le está pasando: esa es función de los líderes políticos.

Lo que demostró que la respuesta popular tenía consistencia, que algo había pasado en el interior de ese Uruguay, que no había sido una oscilación de un pueblo sorprendido y asustado por la pandemia, vino al poco tiempo. Fue aprobada la Ley de Urgente Consideración y meses después los conservadores del antiguo paradigma, convencidos de la sobrevivencia del pacto de la penillanura, se lanzaron a juntar firmas y convocaron a un plebiscito contra la LUC. Y pierden. Insisten dos años después en un espacio ideal para el retorno del pacto de la penillanura: la reforma jubilatoria que les ofrecía un terreno donde el costo político de desafiar lo establecido sería insoportable Y resultó que el costo político estaba en oponerse a la reforma y no en sostenerla. Ese plebiscito también fracasó y el cambio se mantuvo. Todo esto quiere decir que se había empezado a instalar en los uruguayos otra expectativa y esa expectativa había sido ratificada en sendas votaciones.

Pero a todo eso, tan novedoso, que venía sucediendo faltaba ponerle letra, convertirlo en un pronunciamiento político. La dirigencia partidaria ni tomó cuenta cabal del cambio ni, mucho menos, se dedicó a poner ese cambio en palabras y hacerlo políticamente inteligible.

Cuando finalmente llegó la campaña electoral esa dirigencia se abocó a ella como si nada de lo anterior hubiese sucedido, como si el Uruguay al que iban a convocar electoralmente fuese el mismo del año 2020, como si ese Uruguay no hubiese respondido en dos plebiscitos a otro tipo de invitación, como si no hubiese dado muestras de haber entendido otro idioma político y aceptado otro tipo de envite.

No solo se encaró la campaña electoral en base a otro tipo de evocaciones sino que se puso visible cuidado en tomar distancia de todo aquello novedoso de la reciente experiencia previa. El candidato hizo cuestión de enfatizar sus condiciones de componedor y acuerdista –que las tiene- en vez de mostrarse portador o continuador de aquella invitación original, alejada del viejo pacto de la penillanura. A aquel Uruguay que había entendido y dado respuesta a una invitación política distinta, en un idioma político distinto, se le volvió a hablar en el lenguaje de la penillanura. Tan fuerte resonó en la cabeza de la dirigencia la convicción de que el Uruguay esencial era el de la medianía que hasta bautizaron como DCentro a una agrupación.

Como consecuencia de todo esto, aquel Uruguay que había respondido con su voto en dos plebiscitos y con su opinión favorable en numerosas encuestas a lo largo del período, se encontró con que ya nadie le hablaba en aquel idioma político de libertad responsable, con el cual se había sentido interpelado y en cuya gramática política se había dispuesto a seguir construyendo sus proyectos nacionales y personales. Y entonces se fue; se volvió al territorio del pacto de la penillanura. ¿Hay algo más parecido al pacto de la penillanura que Orsi?

El Partido Nacional perdió esas elecciones porque (¿el Partido o la dirigencia?) nunca se dio cuenta de todo eso. Cualquier análisis del resultado electoral que no haya tenido en cuenta lo que escribí arriba no es más que un rejuntado de frases comunes.

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