El Presidente de Colombia se descontroló frente a las provocaciones del caudaloso Donald Trump. Es comprensible que cualquier habitante de un país civilizado se indigne a la vista de compatriotas devueltos engrillados a su tierra de orígen. Entendible pero aquí equivocado.
Como ahora sabemos la historia terminó mal, Petro exhibió su humanidad, pero sometió a su país a una claudicación inmerecida. No supo, lo que su cargo le imponía, moderar sus reacciones como representante de su nación y ahora paga un precio cuyas ominosas consecuencias se ciernen, no solamente sobre nuestro desprotegido continente, sino sobre el mundo en su conjunto. Ocurre que vivimos tiempos en los que la ética de la convicción, la misma que, pese a sus ocasionales inconsecuencias nos exige actuar en defensa de los logros de la civilización Occidental, parece imponerse a la de la responsabilidad. La que, antes de actuar, mide los efectos de la sinceridad y la espontaneidad exigiendo moderación y reserva cuando la realidad la dicta. Un resultado que el propio Max Weber, impulsor de esta división, admitía como plena en matices. Por ello, eludir los excesos de Petro resulta aconsejable. Aún cuando no lo quiso, terminó humillando a su nación.
Algunos, sin entusiasmo pero resignados a lo inaceptable, arguyen que la era hace que la ideología de las Luces, la que potenció los logros del Renacimiento y los inermes valores de la civilización judeo-cristiana, se encuentre hoy -acosada por el avance de la barbarie trumpista-, irremisiblemente quebrada, incapacitada para reaccionar. Pero resulta claro que comprender no equivale a valorar, ni mucho menos a tolerar imposiciones, prepotencias e ilegalidades universales. Una cosa es abogar por la justicia esforzándose por concretarla, aún lidiando con su ambigüedad, otra bajar la guardia y dejarse arrastrar por el alud, adoptando una suerte de historicismo hegeliano. Similar al que hace poco superamos en su versión soviética. Ni la historia impone realidades inmodificables, ni terminó con el fin de la URSS, ni el pragmatismo del poder tiene porque suponer el fin de la utopía democrática o el cese de la lucha por un mundo digno del Homo Sapiens.
Otros, menos rendidos pero más incautos, alegan que tanta altanería se reduce al puro palabrerío, a una retahila de amenazas para imponer sus intereses nacionales. Los del jefe de la banda reaccionaria que con ayuda de sus discípulos, pretende comandar el planeta. Habla, dicen, pero no concreta. A estos, que son muchos, conviene recordarles que una situación muy similar se vivió en Europa a comienzo de los treintas del siglo pasado. No fue casual que Adolf Hitler escribiera su amenazante “Mein Kampf” en 1922, once años antes de acceder al poder y que sus oscuras profecías se reprodujeran para todo el mundo durante las recurrentes concentraciones anuales del Nacional Socialismo en Nuremberg. Allí se proclamó que Austria, Checoslovaquia y Polonia serían engullidas y que tanto los judíos como el mundo eslavo desaparecerían. “Alemania first”, fue su consigna implícita. Se respondió con impasibilidad y concesiones. Hoy conocemos su desenlace.
Transcurrido un siglo del mismo, nuevamente amenazados por un rampante neo fascismo, se impone aferrarnos a la dignidad. Con prudencia pero sin temores.