Leonardo GuzmÁn
Dos viernes feriados, sin columna. Imperturbable, la vida sigue con sus alegrías y su ley de muerte.
Fin de año: un padre en el Cerro mató al hijo, asaltante de la familia por pasta base; una hija mató al padre, golpeador en Salto; y un ex amante, emboscado, apuñaló en la Unión a su ex pareja: infiernos morales de último minuto que confirman el desarreglo esencial en que vivimos.
Y entre Navidad y Año Nuevo, en la paz de su bondad murió mi vecino Juan Carlos Urta Melián. Fuimos vecinos de página cuando, durante años, publicábamos el mismo día; por compartir admiraciones por José Enrique Rodó, G. K. Chesterton y Juan Verdaguer; por sentir los mensajes de su ilustre abuelo, Luis Melián Lafinur, a quien cuando perdió la vista, él, Juan Carlos, le leía -entre paredes que hoy albergan a mi Estudio- libros y folletos de la colección que fue a dar a la Biblioteca Nacional y que tantos aprovechamos en Preparatorios y Facultad.
Y éramos "vecinos" no en el sentido liviano con que ahora se usa la palabra para dirigirse al prójimo olvidando adrede el trato de señor, que eleva al otro y a uno mismo. Lo éramos a fondo: para ser vecino de Urta, había que transitar senderos de señorío. Éramos amigos en la búsqueda de lo genuino, lo veraz y lo grande, con el aguijón que impulsa a pensar en serio sobre lo que fuera: lo mismo en literatura que en Derecho o cualquier otra avenida del quehacer. Nos unía la certeza de que al hombre lo definen sus propósitos: "ser es más importante que tener", repetía Urta.
Él no escribía con el ardor político de su ilustre abuelo -diputado batllista, disidente después, y antes abogado de fuste, que defendió a Avelino Arredondo, matador de Idiarte Borda, el 25 de agosto de 1897. Sus libros son de poeta, narrador y pensador con rayos de filósofo. Criado antes que surgieran los clanes de "intelectuales", Urta Melián aprendió que sentir y pensar son misiones de todos y así las propagaba.
No se enmaridó con las tutorías ideológicas del éxito internacional. Quedó entrecasa, tuteándose con la grandeza de espíritu: fiel a su regla, supo ser más que lo que tuvo. Por eso, entra con honra en la tradición nacional que no enterrarán las modas y que rescatará la memoria hecha de escritores sólidos -Emilio Oribe, Raúl Montero Bustamante, Isidro Más de Ayala y tantos más-, los cuales le dieron infraestructura anímica al Uruguay, en la cruza de altura y llano que retorna siempre en el juglar inapagado.
Miremos al Aeropuerto de Carrasco, obra impulsada por Batlle e inaugurada por Vázquez. Tecnológico hasta en los excusados, es planetario por forma y por destino de las risas y las lágrimas que transitan su puerta grande, de nación que sigue lanzando emigrantes.
Festival de lo actualísimo, sí; pero en sus espacios vidriados renace la arquitectura de siempre, al retomar Viñoly, con otras líneas, la coherencia que Vilamajó le imprimió al Montevideo de los 30 desde su profunda conciencia de los siglos.
Ese mismo regreso les espera a quienes parten con la dulce certeza de regenerar sentimientos y valores, por haber escrito claro y hondo bajo la especie de la eternidad, como Urta Melián.