La catarata de auto-elogios que siempre está dispensándose Donald Trump, jamás salpicó ni la más mínima autocrítica, pero en su última gira por Medio Oriente actuó como guiado por una revisión correctiva.
Salones lujosos de imponentes palacios son paisajes cotidianos para el multimillonario que lidera la mayor superpotencia. Pero en los aposentos fastuosos de las monarquías petroleras del Golfo el magnate neoyorquino se veía diferente.
Su gira por Medio Oriente pareció mostrar que a su conocido pragmatismo le ha sumado un sentido de la realidad, algo que nunca había sido más fuerte que oceánica egolatría. Quizá consciente de su falibilidad por la sucesión de malos cálculos que lo llevaron a incómodas contramarchas, como la que dio en la guerra arancelaria contra China, además de los desaires que le hicieron sus admirados Vladimir Putin y Benjamín Netanyahu bombardeando las treguas que él había impulsado en Ucrania y en Gaza, empezó a confiar menos en su instinto y también en los líderes con los que comparte un conservadurismo blindado de insensibilidad.
Al abrazo con Mohamed bin Salmán a pesar del asesinato y descuartizamiento de Jamal Khashoggi en el consulado saudí de Estambul, lo precedió del apretón de manos que tuvo que dar Joe Biden al hijo del rey Salmán bin Abdulaziz al Saud, a pesar del brutal crimen de ese disidente que residía en Estados Unidos. Pero al presidente demócrata le tocó la etapa anti-iraní de Mohamed bin Salmán, mientras que Trump estrechó la mano del príncipe al que China reconcilió con la combativa teocracia persa.
A esas misma hora, sus negociadores acercaban posiciones con el régimen de los ayatolas para un acuerdo nuclear que a Netanyahu le causará nauseas.
Las aguas del Oriente Medio están revueltas y en ellas el joven líder saudita puede llevarse bien con la teocracia persa y también con el ex jihadista de Al Qaeda que derribó a Bashar al Asad, el aliado de Irán en Siria. Lo raro fue ver a un presidente norteamericano estrechar la mano y elogiar a un miembro de la organización terrorista que provocó el exterminador ataque con aviones de pasajeros el 11-S, quien además combatió a las órdenes de Aymán al Zawahiri contra las tropas estadounidenses en Irak.
Ahmed al Sharaa es hoy el presidente de Siria pero antes fue Abú Muhamad al Julani, su nombre jihadista como comandante del Frente Al Nusra, brazo de Al Qaeda en la guerra civil que acabó derribando a la dinastía Al Asad en Damasco. Por eso resultó impactante el apretón de manos y sonó rarísimo el elogio de Trump al jihadista que en Irak jugaba al fútbol pateando cabezas de soldados norteamericanos : “un joven atractivo con un pasado fuerte, un luchador”.
Aunque ese acercamiento, hasta hace poco inconcebible, puede resultar acertado para un rediseño positivo del tablero del Oriente Medio. De hecho, Europa ya lo había aceptado sin que Macron, Starmer ni ningún otro líder de la UE lo elogiaran.
Igualmente extrañas fueron las imágenes del jefe de la Casa Blanca en el palacio de la dinastía Al Thani, recibiendo un regalo estrafalariamente desmesurado: un jumbo Boeing 747 valuado en 400 millones de dólares. Más raro aún fue verlo abrazar a Tamim bin Hammad al Thani, el emir de Qatar que lleva años financiando el poderío de Hamás en la Franja de Gaza y dando refugio a líderes políticos de esa organización terrorista, como Ismail Haniye.
Cuando Riad y Abu Dabi tenían a Teherán como principal enemigo, Doha mantuvo la cercanía con la República Islámica de Irán, lo que le valió un largo bloqueo de sus vecinos árabes. Ahora, el efusivo acercamiento de Trump a Qatar muestra postales que deben haber incomodado a Netanyahu. El presidente norteamericano parece ofendido por los brutales bombardeos con que el premier israelí sepultó la tregua impulsada desde Washington.
De todos modos, las últimas actitudes de Trump no implican rompimiento con Netanyahu, con quien comparte, además del instinto expansionista, un conservadurismo de naturaleza autocrática.