Jorge, Mario y Edgardo

SEGUIR
tomás teijeiro
Introduzca el texto aquí

Visitando el museo MACA de Pablo Atchugarry -de cuya contribución al arte y su enroque con la filosofía escribiré otro día- caí en la cuenta de algo obvio, pero a lo cual siempre conviene volver.

Esto es el ejercicio de auto reconfirmación del proficuo talento oriental en los diversos ámbitos, que se resume en: “a los uruguayos nos gusta jugar en cancha grande”. Nobleza obliga recomendar la última columna de Pedro Bordaberry en esa línea.

Muestras que confirman lo antedicho sobran. La lista sería interminable. Ver como un país tan chico ha engendrado tanto genio es alucinante. En una selección nacional escueta, arbitraria y despojada de favoritismo, solo con listar a Rodó, Vaz Ferreira, Torres García, Onetti, Emir Rodríguez Monegal, Eduardo Jiménez de Aréchaga, Zitarrosa, Abel Carlevaro, Ramón Díaz, María Noel Ricceto, Jaime Roos, Cristina Peri, Enrique Tarigo, Ida Vitale, y Enrique Iglesias, se sorprende a cualquiera.

Pero lo maravilloso del talento oriental de cualquier especie es sin lugar a duda su cercanía, su elegante falta de divismo, y su austeridad republicana, ingredientes que lo hacen aún más valedero.

Como consecuencia de esa natural proximidad tan yorugua en la que vivimos inmersos mirándonos el ombligo sin apreciar lo valioso, que cuenta con sus cosas negativas, pero que tiene también muchas más cosas positivas, tuve la suerte de toparme en la vida con varios destacados compatriotas. Hoy voy a referirme a tres de ellos.

Aviso que además de por su destaque, los elegí para esta columna por estar muertos. Pienso que así se realza el valor de la anécdota (y no lo digo en el sentido de la ironía con que Borges nos hacía bullying a los orientales por el ditirambo), porque la muerte a veces tiene ese efecto esclarecedor, pero porque además pule las aristas que todos tenemos, y quizá así sea aún más certero y justo el recuerdo. Distintos, polémicos, cada cual número uno en lo suyo, no pasaron desapercibidos, y dejaron huella.

Conocí a Jorge Peirano Facio en mi primer año de facultad de derecho. Tuve el honor de ser su alumno, y el privilegio que por años me brindara su amistad de las de antes con un ida y vuelta epistolar, donde nunca faltaron oportunos consejos: “hacer lo que hay que hacer”, “lo importante es decidir”. No es necesario referir que el maestro de la sencillez jurídica y jovencísimo padre de la mejor obra sobre responsabilidad extracontractual que ha visto nuestro país y el derecho latino era un hombre muy ocupado. Aún así, regalaba sus minutos por las mañanas antes de la clase en facultad y por las tardes, para bancar en su estudio a unos alumnos que quizá por inconscientes lo acalambrábamos con ingenuas inquietudes jurídicas. Que paciencia y que generosidad la de aquel gigante del derecho que nos brindaba sin medida su talento y su tiempo. Con una vocación por la docencia muy grande, pero no tanto como su corazón, supo abonar nuestras carreras animándonos siempre a ir a más. Nunca un no por respuesta. Siempre planteando un desafío exigente, pero lleno de aliento y motivación. En un acto de justicia en un país muchas veces mezquino con sus mayores la Ucudal lo nombró Profesor Emérito. Sus alumnos jamás olvidaremos su entrega, su estímulo, su método, su sonrisa adusta, su inteligencia, y su fino sentido del humor.

Mario Levrero fue una persona muy singular. Lo conocí a instancias del escritor Ricardo Henry, autor de Caiserrín y la acuciante araña. Lo traté mucho en una época, donde insistentemente machacaba sobre la importancia de liberar al inconsciente para poder dejar que la creatividad artística se expresara en su total magnitud. Un genio sin límites que enseñaba a volar sin miedo en un mundo donde no hay cartas ni coordenadas. Carismático, noctámbulo, con mañas entrañables, dueño de un humor agudísimo, y una exigencia sin pelos en la lengua a la hora de transmitir sus conocimientos y pedir resultados. Conocí al escritor, al ser humano con sus alegrías, tristezas, y avatares. En Pamplona, Javier de Navascués, autoridad en materia de literatura iberoamericana, me espabiló en cuanto al peso específico del autor. El tiempo ha demostrado lo que vale, primero afuera, y esperemos que algún día aquí se lo pondere de igual forma.

Edgardo Ribeiro fue uno de mis más grandes amigos, aunque me doblaba en edad. Alumno primigenio del maestro Torres junto a su hermano Alceu, hizo escuela propia aquí y en España. Un rebelde con todas las letras. Pintor, escritor, poeta, sensible a las vicisitudes del hombre y de la naturaleza por sobre todas las cosas. Persona generosa, recta, y fiel a si misma. Un fenómeno verdadero del arte más puro que como el Quijote enfrentó la adversidad a la que lo sometió la moda, la imbecilidad de lo políticamente correcto, y el no claudicar a las chorradas de los mercaderes del taller. A la vuelta de un viaje a Europa, lo esperaba un crítico para enterarse que novedades había traído. Enmarcó el trapo de limpiar los pinceles, y aquel lo aplaudió por la abstracción… dos mundos colisionaban. Enseñó a muchos de los grandes que hoy nos deslumbran que en la pintura figurativa cuando está bien lograda está la verdadera abstracción. Como en Velázquez, como en Goya. Vivió su vida entre la luz del Mediterráneo y la del Atlántico Sur. Y quizá eso fue el reflejo que irradiaba su alma y que aún vemos en su obra. Bancó una y mil dificultades dando ejemplo estoico, divirtiéndose, diciendo que el taller no era terapia, que el que la necesitara fuera al psicólogo. Ahí se iba a dibujar y a pintar. Valorizaba lo que enseñaba, entregándose a dar todo lo que sabía hasta el último de sus días, a quien fuera.

Jorge, Mario, y Edgardo, tuvieron en común su inteligencia, la pasión por lo que hacían, el método, el sentido de la perfección en su quehacer, pero por sobre todo una increíble generosidad y ética de la responsabilidad que los llevo a transmitir sin retaceos a quienes se lo pidieran su conocimiento, el fruto de su esfuerzo, como corredores de posta. Fueron maestros, pero por sobre todas las cosas fueron personas que supieron difundir su inmenso saber con sincera cercanía. Quizá sea esta la verdadera impronta del genio oriental. La de ellos. La del GACH, y también la misma que se siente en el MACA. Que no se pierda nunca. Así es como jugamos en la cancha grande.

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

premiumTomás Teijeiro

Te puede interesar