La tirria del Secretario de Presidencia, Alejandro “Pacha” Sánchez, cuando un periodista le preguntó por el Premio Nobel otorgado a María Corina Machado, fue elocuente: “No tengo mucha opinión sobre esas cosas. La institución decidió lo que decidió y hoy no es mi foco discutir si estuvo bien o estuvo mal”.
Un sentimiento parecido al que manifestó el presidente colombiano Gustavo Petro, aunque con menos delicadeza que el Pacha. Lo suyo fue un mensaje en redes, de lo más petresco. No merece otro análisis que el de un psiquiatra. Petro es un delirante. Nada que diga sorprende. Quienes seguimos su carrera, lo hacemos por el placer de la carcajada que nos provoca cada uno de sus comentarios, siempre adobados por algún condimento típico de su tierra, según admitió su excanciller.
Lo de seguir a Petro para matarse de risa es una sana diversión. Algo así como la que hasta hace poco disfrutaba cualquier extranjero, con un mínimo de capacidad crítica, al ver por la tele a nuestro Pepe Mujica. Dos personajes divinos para llevarlos a un asado y tirarles de la lengua, pero nefastos para gobernar un país. Más aún cuando hay tantos clubes de bochas buscando un conductor y tantos boliches flojos de parroquianos. Un verdadero desperdicio.
Aunque si hablamos de desperdicio, nada como la marcha en favor de Palestina que la izquierda uruguaya concretó el jueves pasado, justo un día después de se conociera la noticia del alto al fuego en Gaza. Desperdicio de recursos humanos, tiempo y guita gastada en banderines. Y, claro, de tirria. Eso sí que se derrochó. Imagine el lector la calentura del militante de izquierda al saber que el pérfido Donald Trump, señor de la guerra y amo de la injusticia, había sido el artífice de la paz por la cual estaban clamando en la trasnochada protesta. Ni el examen de próstata más invasivo habría logrado el efecto de esta noticia.
Pero como le dijo Lacalle Pou una vez al dictador cubano Miguel Díaz Canel: “Por suerte en mi país se puede protestar”. No importa por qué. Lo que importa es que nadie puede impedirlo. Y eso es la libertad. Tanto la de manifestar como la de hacer el ridículo, son válidas en nuestra democracia y en la de Donald Trump. Si no pregúntele al propio Petro, que se llevó una corneta a la boca en pleno Nueva York y se puso a despotricar contra el presidente electo por los estadounidenses, sin que nadie se lo impidiera. Vaya el lector hoy a cualquiera de los países considerados faros de la izquierda regional y manifiéstese en contra de Maduro u Ortega. Hágalo si es guapo.
Este mismo columnista, hace poco más de un mes, fue bajado de un avión con destino a Managua por motivos que la embajada de Nicaragua en Uruguay no supo informar. Y eso que no soy un presidente con un megáfono. Apenas un columnista que publica sus modestos pensamientos, una semana sí una no, en el periódico local.
Así las cosas, con el Nobel a María Corina y el alto al fuego en Gaza, ha sido una semana negra para el relato progre. Y llena de tirria para sus adherentes. Un par de golpes durísimos para el militante crédulo que entiende que en el mundo hay buenos de un lado y malos del otro. Y que justo los buenos están siempre en su vereda.
No obstante les queda el consuelo de que hay cosas peores. Basta nomás pensar en la pobre Greta Thunberg, que luego de navegar desde Europa a Medio Oriente, arriesgando la vida en cada milla recorrida, no pudo entregar la ayuda que llevaba en su cartera Louis Vuitton a las familias palestinas devastadas por el sionismo. Y encima la mandaron de regreso a su casa vestida con un jogging de lo más simplón. Limpito, es cierto, pero demasiado básico para una estrella pop de su calibre.