Doscientos años de la declaratoria de agosto en Florida. Al final de cuentas, ¿somos hoy independientes? La verdad es que no, y que ahí está la causa real de muchos de nuestros problemas como país.
Independencia no es autarquía, sino que acepta vínculos con un mundo lleno de potencias mayores a la nuestra, pero generados desde un lugar de afirmación propia. Algunos ejemplos del pasado: la resistencia a la presión aliada en la batalla del Río de la Plata en 1939; la condena a la invasión de Dominicana en 1965; la neutralidad en la guerra de Malvinas en 1982. Hoy sufrimos una intervención globalista tan extendida como discreta que sobre todo es ejercida desde las agencias de la ONU. Ella implica políticas que aplicamos obedientemente, como lo han hecho otros tantos países de la región, y que aquí son lideradas por la izquierda local y ovinamente aceptadas por la inmensa mayoría de nuestros partidos de oposición.
La independencia necesita convencerse de que nuestros intereses nacionales no son los mismos que los de los brasileños y los argentinos. Eso fue evidente para la generación que forjó al Uruguay moderno de finales del siglo XIX y principios del XX, pero dejó de serlo a partir de la segunda mitad del siglo XX. En este siglo XXI hemos actuado demasiado tiempo ora como provincia argentina, ora sobre todo como cisplatina, y sufrimos así un encierro -Mercosur que hace 25 años que nos impide tener política exterior propia. Se trata de un desastre nunca suficientemente señalado, que se llevó puesto, por ejemplo, el libre comercio con Estados Unidos en 2006.
Maniatados por una consigna latinoamericanista de consumo izquierdista y hegemonía cultural nacional, que forja hace décadas nuestra esencial política exterior; y entregados a las prescripciones globalistas fijadas por burocracias internacionales multilaterales -en medioambiente, demografía, matriz energética, reformas financieras, derechos humanos, ordenamientos familiares, vínculos hombres-mujeres, e incluso con fuerte presión ahora sobre nuestra forma democrática ya que se busca instalar el voto en el exterior-, el diagnóstico es implacable: no somos independientes.
Como hace dos siglos, hay un partido del extranjero: era pro-cisplatino, y hoy viste atuendo latinoamericanista globalista. Y como muchas veces somos intelectualmente acomplejados, no logramos pensar todo esto con cabeza propia, por lo que ni siquiera lo vislumbramos. El discurso mayoritario cree, al contrario, que estamos en sintonía con positivos lineamientos progresistas, por ejemplo emitiendo bonos internacionales con definiciones ecológicas, o fomentando los automóviles eléctricos, o aceptando conformes que nuestra población decrezca.
Ni siquiera el modelo de bienestar uruguayo, al que ha referido Oddone, es sostenible: lo saben todos los que ven la evolución de nuestra productividad laboral, inserción internacional, inversión productiva y pirámide demográfica. Y como tampoco actuamos con urgencia y profundidad sobre la seguridad pública, no solamente no somos independientes sino que además caminamos a ser (y lo somos ya en varias dimensiones) un Estado fallido.
No somos independientes. Lo más triste es que tampoco queremos serlo. En el fondo, entre inconscientes y embrutecidos, nos importa un pito.