Solidaridad selectiva

Los sindicalistas que piden un impuesto a la riqueza mientras enfrentan denuncias por corrupción interna no son, como podría pensarse, tan solo una contradicción viviente. Son, más bien, una postal. Ni el pobre es siempre justo, ni el rico siempre ruin.

La escena es conocida: un grupo de dirigentes sindicales propone gravar más a los ricos en nombre de la justicia social. Lo hacen con tono encendido, con el puño alzado, con palabras que llevan solo la apariencia de las dignas luchas obreras. Pero, mientras tanto, algunos de sus colegas -no todos, claro- son señalados por robos dentro del propio sindicato. Los mismos dirigentes que exigen que los ricos paguen más impuestos por solidaridad social son los que consideran que los fondos sindicales son una especie de herencia anticipada, un premio por su noble labor de representar a los trabajadores.

La lógica, aunque descarada, es clara. Si yo lucho por los pobres, entonces merezco no ser pobre. Es el socialismo de Schrödinger: redistribucionista y acumulativo al mismo tiempo, dependiendo de quién lo observe.

Es fácil indignarse, pero más interesante es observar. Lo primero que se nota es lo viejo del patrón: pedirles a los demás que paguen, mientras uno se cuida bien de no perder nada. En eso no hay ideología; hay naturaleza humana. Los que gritan contra los ricos no siempre viven como pobres, y los que defienden al mercado no siempre creen en la competencia.

Pedir un impuesto a la riqueza tiene, en la superficie, una lógica impecable. Que quienes más tienen, más contribuyan. Pero en la práctica suele derivar en otra cosa. No en una justicia distributiva real, sino en un castigo simbólico, un alivio moral, una forma de declarar que se está del lado correcto.

Al mismo tiempo, se evita hablar de lo más complejo de resolver: de la eficiencia del Estado, de su tendencia a gastar mal. El Estado ya tiene suficientes recursos para cumplir con sus prioridades. Lo que falta no es plata, sino dejar de hacer política con la billetera ajena mientras se desperdicia la propia. La corrupción en los sindicatos no es distinta, en esencia, de la corrupción en los gobiernos o en las empresas. Lo que la hace más irritante para algunos es la pretensión de virtud. Esa idea de que, por representar al débil, se está inmunizado contra las tentaciones del poder.

Aunque es fácil desmerecerlos, mucho más difícil es mirarse al espejo, porque esa mezcla de discurso moral y prácticas sucias está en todos lados. En el periodista que se convierte en operador, en el empresario que habla de innovación pero vive de prebendas, en el político que acomoda a un pueblo. No hay monopolio de la hipocresía; solo estilos distintos de ejercerla.

Los sindicatos se han convertido en una versión de izquierdas de las empresas que tanto desprecian. Tienen sus propias élites, sus propias estructuras jerárquicas, sus propios intereses que defender. La diferencia es que las empresas al menos son honestas sobre sus motivaciones: quieren ganar plata. Los sindicatos corruptos también, pero la quieren envuelta en la apariencia de justicia social. El problema no es que algunos sindicalistas sean corruptos. El problema es que los controles no funcionan, que los mecanismos de rendición de cuentas son débiles y que se mezcla militancia con administración.

¿Qué pasa cuando todos arrastran alguna sospecha? Tal vez lo que pasa es que empieza una adultez existencial: una en la que ya de nadie se espera pureza; una en la que no se idolatra a quienes dicen lo correcto, sino que se evalúa lo que hacen.

La verdad es que la corrupción es democrática. No distingue colores, credos o banderas. La única diferencia está en las excusas que cada uno se inventa para justificarla. Mientras tanto, seguirán existiendo sindicalistas honestos que defienden causas nobles y otros que usan la bandera para llenarse los bolsillos. El foco debería moverse: menos llamados a pagar más y más preguntas sobre a dónde va lo que ya se paga.

Si algo queda claro de estos episodios, es que no hay nada más transversal que la tentación de creerse especial, de sentirse por encima del barro, de pensar que la causa justifica el método, de creer que la impunidad es eterna. Ahí empiezan todas las caídas. Siempre es mejor acentuar el escepticismo ante cualquier discurso que se presente como moralmente superior. Siempre es mejor desconfiar, con particular ahínco, de quienes se erigen en guardianes de la virtud ajena mientras practican el vicio propio.

Quizás el verdadero problema no sea la hipocresía ajena, sino lo cómodos que nos sentimos señalándola. En un ecosistema donde todos ensucian algo, el escándalo selectivo es casi un alivio, pero, en definitiva, la única forma de combatir la corrupción no es con más retórica sobre la virtud, sino con instituciones que funcionen y castigos que se cumplan.

Al final del día, el poder es simplemente poder. Y quienes lo tienen suelen terminar descubriendo que servir es mucho más difícil que servirse y que, sin quererlo, acaban pareciéndose un poco más de lo que quisieran admitir

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