Hace un tiempo, visitando una escuela de negocios en Centroamérica, di con un profesor que dicta un curso de maestría que llamó “Arte y liderazgo”. Como lo dice su nombre, en él recoge lecciones de liderazgo a través de diferentes personajes de la literatura, la ópera, el cine y las artes plásticas. Es uno de los cursos más valorados por los estudiantes, no solo porque adquieren una gran cultura general sino porque incorporan enormes aprendizajes de fuentes, a priori, poco evidentes.
Pero no debería sorprendernos. Al final se trata de conocer la esencia de lo que nos mueve como personas y esa dimensión humana no ha cambiado a lo largo de la historia. Desde la mitología griega hasta los gurúes contemporáneos, las personas seguimos siendo personas y las emociones siguen siendo las mismas y el arte es una de los principales vehículos para retratarlo.
Hace unos días en una conversación con Julio Fernández Techera, rector de la UCU, hizo referencia a lo que él llamó el “síndrome Iolanda” (Yolanda en español) que vivimos algunas organizaciones, en referencia a la última ópera de Tchaikovski. Más conocido por sus sinfonías, conciertos y música para ballet, el artista ruso compuso esta ópera, cuyo libreto está basado en la obra danesa La hija del rey René. Se estrenó en 1892 en San Petersburgo y a pesar de su poderoso mensaje, se representa bastante poco.
La trama se desarrolla en el sur de Francia, donde Iolanda es una princesa ciega de nacimiento, a la que nunca nadie le habló de su ceguera ni de que su padre es rey.
Vive aislada en un mundo de fantasía, donde la tratan como a una muñeca y crece convencida de que los ojos solo sirven para llorar. Su padre, el rey René, la ocultó del mundo y la puso al cuidado de personas de su confianza y su mayor preocupación es que nunca descubra que es ciega. Tampoco quiere que Robert, a quien prometió en matrimonio, se entere de su condición. Hasta que en un momento llega a su casa un famoso médico moro con un diagnóstico claro.
Iolanda puede ser curada si se dan dos condiciones: se tiene que enterar de que es ciega y tiene que querer ver.
Su padre se niega a contarle la verdad a su hija por miedo a que sufra descubriendo la verdad.
En medio de todo esto, Iolanda conoce a Vaudémont, de quien se enamora perdidamente y este, sin saber las circunstancias, le cuenta la verdad. El final de la historia es que, a pesar de todos los temores de su padre, Iolanda puede ser curada y se casa con Vaudémont.
No tengo certeza de que esta ópera sea parte del curso de aquel profesor, pero perfectamente podría serlo. ¿Cuántas veces en la vida somos Iolanda? ¿O cuántas veces somos el rey René? ¿Cuántas veces terminamos siendo Vaudémont sin querer, diciendo ingenuamente lo evidente, pero que nadie se anima a mencionar? ¿Cuántas veces somos parte de una ceguera que no queremos reconocer porque, por más que sepamos que del otro lado de un posible tratamiento haya quizás una vida más feliz, tenemos miedo al riesgo, al desafío y al dolor que implica sincerarnos con la situación actual? En nuestra vida personal, en nuestra actividad profesional o incluso, como sociedad. ¿Cuántas veces caemos en el “síndrome Iolanda”?