¿Realmente camino al fracaso?

Los resultados de las elecciones de 2024 dijeron algo sustancial: la inmensa mayoría del país cree que vamos bien. Los ajustecillos que se precisan pueden ir más en un sentido de presencia estatista, que fue lo que la mayoría terminó prefiriendo ya que dio mayoría al Frente Amplio (FA); o con algún acento, relativo, de mayor eficiencia y mejoras de gestión. Creer entonces que detrás de este consenso de agua tibia se esconde un fracaso tremendo, es muy mayoritariamente considerado como exagerado, impropio o irreal.

Empero, hay cuatro datos sustanciales que muestran que vamos camino al fracaso y a los que no se les presta debida atención. El primero refiere a la falta de perspectiva de futuro. Por un lado, hace al menos 20 años que unos 6.000 uruguayos en edad de trabajar y mejor formados que el promedio, forman el saldo migratorio internacional negativo por año, en un contexto actual, además, de estancamiento poblacional. Por otro lado, la cantidad de nacimientos se derrumbó, con miles de personas insatisfechas porque preferirían tener un hijo (o más hijos) pero no perciben que el futuro del país sea promisorio como para agrandar sus familias.

El segundo hace a la educación- productividad de las nuevas generaciones. Al menos la mitad de quienes cumplen 18 años, todos los años, es decir unos 20.000 jóvenes cada vez, no están bien preparados para ofrecer trabajos productivos por los cuales recibir salarios que permitan formar familia dignamente. Esto se repite hace, al menos, veinte años ya, y debe vincularse a los bajos salarios, a los malos empleos y a las pocas expectativas de ascenso social que envuelven a las clases medias y populares: no en vano cada vez que aparece una posibilidad de llenar una vacante de trabajo estatal por 40.000 pesos mensuales, por ejemplo, las ofertas son superiores a las decenas de miles de candidatos.

El tercero, entre social y civilizatorio, se lo ve todos los días sobre todo en Montevideo y en el mundo urbano: se trata de una convivencia acerada y anómica; de una fealdad que todo lo invade; de una violencia que no logra frenarse -sobre todo verificada en la tasa de homicidios, que es más del doble que la argentina, por ejemplo-; y del abrumador peso de una sociedad envejecida que hace lo que puede, todo el tiempo, para conservar el empate. Y ese conservadurismo radical responde a lo más lógico: ¿cómo no aferrarse a ese statu quo, cuando las clases medias tienen plena (aunque vaga) consciencia de que no poseen las herramientas para dar ningún salto en prosperidad duradero?

Y ese es el último dato: ninguna medida se ha plebiscitado que deje pensar que se podrá dar un salto en crecimiento que nos haga pasar relativamente rápido, en cinco o siete años, de un PBI per capita de 23.000 mil dólares, como el de hoy, a uno de 36.000 dólares (como el de España, por ejemplo). Sin ese crecimiento necesario; sin una mano de obra masivamente productiva; con éxodo constante de miles de jóvenes capaces; sin perspectivas de mejoras de futuro para unas clases medias que hace lustros que sufren una desintegración social permanente (sobre todo del mundo urbano); y con un enorme consenso de agua tibia que dice y convence de que, así como vamos, vamos bien: allí están las razones del camino al fracaso.

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