Estamos en una de esas épocas del año en que se cumple uno de los rituales nacionales.
En febrero tenemos el Carnaval, para el otoño la vuelta ciclista y las criollas y desde julio la Rendición de Cuentas, sonada kermesse nacional, protagonizada dentro y fuera del Palacio Legislativo por una multitud de actores de reparto. ¿Expectantes y atentos a las cuentas que les rinde el gobierno? ¡Qué va!
Se supone que es el momento en que podemos enterarnos de cómo se gastan nuestros dineros y de criticar todo dispendio inútil, todo ello a través de nuestros parlamentarios, quienes para eso están. ¿Se acuerdan que los parlamentos fueron creados con el cometido de controlar el gasto?
Pues nada de eso ocurre. Al revés, la mayor parte del tiempo se emplea en pedir y reclamar. La consideración de las cuentas no dura ni un minuto. Todo es criticar, quejarse y exigir: más y más plata.
Nos hemos acostumbrado a ese festival. No nos parece mal. Cuando es una gruesa tergiversación del orden constitucional y de las más elementales prácticas de buen gobierno.
Hagamos algunas preguntas básicas. Ya es hora:
A tí, jerarca estatal que estás reclamando airadamente que te voten más plata: ¿no presentaste tú, hace un par de años, el presupuesto quinquenal de tu repartición? ¿Y qué hiciste con la plata (que no es ni tuya ni de quienes te la otorgaron)? Antes de venir por más, rendí cuentas de tu gestión. ¿En qué gastaste? ¿Qué resultados obtuviste con mi plata? ¿Cuánto ahorraste? ¿Cómo es que no te alcanzó? ¿Por qué?
Ningún jerarca, sindicalista, o vocero de un grupo de presión, debería siquiera atreverse a plantear nada si antes no justificó qué hizo con lo que ya se le dio.
Si es rector de una universidad, mostrar el porcentaje de sus egresados, la producción científica, los trabajos de divulgación, el número de proyectos comerciales y culturales producidos en su institución y los beneficios que de ello se derivaron para la sociedad.
El que viene con el viejo verso de: “más dinero para le educación”, que explique cómo empleó la plata que ya recibe: cuánto va para personal docente y para investigación y cuánto para sueldos no docentes, etc, etc.
Y los parlamentarios, en vez de salir a decir, frecuentemente sin haber siquiera leído el texto de la Rendición, que es regresiva o insuficiente, ¿no será más digno, más propio a su función y responsabilidades que, por lo menos, posterguen sus ansias de ser generosos con la plata de los demás, hasta haber exigido concienzudamente, que se les rindan cuentas de la ya gastada (que es una bruta fortuna)?
Porque, al fin y al cabo, el Parlamento ¿para qué está? ¿Acaso una de sus funciones no es controlar al Ejecutivo y defender los derechos -incluyendo los económicos- de la ciudadanía?
El país no precisa otro manijeador del gasto además de los jerarcas públicos y del enjambre de grupos de interés, sindicales y corporativos. ¿A nadie se le ha ocurrido reflexionar que, en los hechos, estamos pagándole a legisladores para que nos gasten más plata aún?
El mecanismo está, claramente, salido de madre. Se ha convertido en un salón de remates, donde las posturas suben y suben todos los años. Así, es imposible controlar el gasto público y el crecimiento del aparato estatal.
Terminar con esta práctica viciosa es casi imposible -y hablo con experiencia- pero quizás se pueda hacer alguna cosa para, al menos, inyectar una dosis de sensatez y responsabilidad.
Nada impide reglamentar la Constitución interpretando, por ley, que las Rendiciones se compondrán de dos partes, una a ser analizada y votada de forma previa e independiente, limitada estrictamente a la verdadera rendición de cuentas de todas y cada una de las unidades ejecutoras, explicando fundadamente en qué gastaron la plata que se les dio. Recién después se abriría una segunda etapa para la consideración de pedidos lo que, además, debe estar acotado de antemano por el Poder Ejecutivo, en su globalidad. Dentro del total cabría al parlamento resolver la distribución.
De paso, es también hora de terminar con la argumentación capciosa de la izquierda (tanto la política como la sindical) que, cuando la economía está cayendo, reclama del Estado que gaste más para reactivarla y cuando está creciendo, que también gaste más, porque está creciendo.
Razón tenía Maggie cuando decía que no existe el dinero público, que todo el dinero es privado.
Por eso hay que rendir cuentas de su uso respetuoso y prudente.
DE ULTIMO MOMENTO: ya enviada la columna, leo en El País una extensa y muy adornada crónica sobre los supuestos desvelos de la Senaclaft a por el potencial riesgo del lavado de dinero utilizando instituciones religiosas.
Hablaré de lo que conozco: la Iglesia Católica del Uruguay. Leído desde la realidad económica de la Iglesia, el artículo es surrealista (también ofensivo). Como si a alguien se le hubiera ocurrido sonar la alarma por los niveles de colesterol en el Borro, producidos por la ingesta de caviar de Beluga.
No queda claro cuánto de la novela es fruto del desubique de quienes buscan publicidad en la Senaclaft y cuánto corresponde al afán de entretener del medio. Pero uno y otro son culpables de fabricar una realidad que no es indiferente: hace daño. A la iglesia, suscitando suspicacias que, entre otras cosas, agravan las enormes dificultades que existen, sin la ayuda de la Senaclaft, para pedir ayuda de cara a las obras que realiza y, por eso, termina dañando a mucha gente que depende de las ayudas de la Iglesia.
No estaría mal que el Dr. Chediak, cuya buena voluntad no descarto, recorriera algunas de las obras que la Iglesia realiza en favor de los más necesitados de nuestra sociedad y así, luego, procurara que haya igual impacto en la opinión pública de la verdad , con el chisme.