Pocos niños, mayor esperanza de vida, envejecimiento de la población: fenómenos que conocemos sobre todo por sus consecuencias sobre el financiamiento de la seguridad social. ¿Pero qué más importa saber sobre nuestra demografía?
En primer lugar, hace al menos sesenta años que somos un país poblacionalmente estancado. Las cifras son elocuentes: mientras que en 1960 había 3.000 millones de personas en el mundo, la población uruguaya era de 2,5 millones; hoy, las cifras son de 8.000 y 3,5 millones respectivamente: la humanidad creció en 5.000 millones, y nosotros apenas 1 millón. Ese estancamiento relativo se constata también en la comparación, entre 1960 y nuestros días, de las poblaciones totales de Argentina (pasó de 20 a casi 45 millones) y de Brasil (de 72 a 214 millones) con la nuestra.
Hoy, Buenos Aires o Santiago de Chile nos resultan inmensas en comparación con Montevideo, pero hace sesenta años las tres ciudades estaban a la par: alrededor de 3 millones para la capital argentina y de 2 millones para la chilena. En este sentido, nuestra capital ha perdido pie poblacional incluso con urbes de segundo rango de la región, como Rosario, Córdoba y Porto Alegre, que hoy son más populosas que nuestra capital.
En segundo lugar, se ha instalado un relato que quiere hacer creer que Uruguay ha vuelto a ser un gran país de recepción de inmigrantes, sobre todo a partir de los años 2010. Eso no es cierto. No porque no haya efectivamente más inmigrantes que antes entre nosotros, sino porque hemos captado solo una pequeñísima parte de la enorme cantidad de emigrantes generados en la región. Con relación al peso demográfico de cada uno, Chile, Argentina, Colombia y Perú, por ejemplo, han sido polos mucho más atrayentes que Uruguay.
Además, ese relato complaciente omite dos dimensiones fundamentales. La primera es que el saldo migratorio internacional de los uruguayos sigue siendo negativo.
Lo que se viene verificando entonces es una especie de pequeño remplazo poblacional: emigran uruguayos y llegan extranjeros en números tales que terminan equilibrando nuestro saldo migratorio global.
La segunda, es que no hay datos acerca de la calidad comparada de la mano de obra así remplazada: se sabe, desde hace décadas, que los uruguayos que emigran tienen en general mayor educación formal que los que se quedan, pero no hay estudios concretos que hayan comparado la educación formal de los extranjeros que llegan al país con la de la gran cantidad de uruguayos que emigran anualmente. Empero, por el tipo de trabajos poco calificados que sobre todo ocupan esos extranjeros, es dable pensar que estamos ante un proceso de sustitución de mano de obra: relativamente más calificada la nacional que emigra, y comparativamente menos calificada (y más barata) la que llega.
Finalmente, hace décadas que las prioridades de las principales agencias internacionales son el control de la natalidad, sobre todo en los países menos desarrollados. Los gobiernos frenteamplistas compraron con obsecuencia ese discurso globalista y lograron importantes bajas de natalidad.
Así las cosas, si nada cambia, el Uruguay demográfico en 2030 será intrascendente numéricamente; con baja calificación relativa de su mano de obra; y sin crecimiento natural relevante.