Polarización y jabalíes

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martín aguirre
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Pocas palabras están más en boga por estos días que “polarización”. Y si usted comete el pecado de pasar muchas horas en las redes sociales (como demasiados periodistas y políticos), estará tentado de creer que el país está al borde del estallido social. 

Esto no es verdad. Si quiere escuchar de cuando el país estaba de veras polarizado, tómese 15 minutos para ver el discurso del senador Gandini sobre los 50 años del asesinato de los “mártires de la 20”. Ese sí que era un país polarizado. ¡Y no había Twitter!

Eso no quita que Uruguay, como muchos otros países, no esté viviendo un proceso de evolución de sensibilidades diferentes, casi incompatibles dentro de su sociedad, que hace muy difícil la convivencia. Pocas veces quedó esto más expuesto que con el tema del decreto para habilitar la caza nocturna de algunos animales.

El dilema quedaba radicalmente expuesto esta semana con un simple paseo por ese mundo particular que es la tv matinal uruguaya. Serían las 9 de la mañana, y en el canal 4 una joven presentadora con tono socrático interrogaba a un “experto” sobre el tema. Bueno, lo de preguntar es un decir. Declamaba furibunda su sensibilidad animalista, vegana, correcta, con un invitado que compartía todos sus puntos de vista. La emocional escena, que casi termina en abrazo, concluía que cualquiera que osara atacar a un tierno animalito era un criminal de lesa humanidad peor que Putin.

Exactamente al mismo tiempo, en el canal 5, había una ventana a otro país, a otro mundo.

Resulta que allí, en un programa que se caracteriza por mostrar la realidad del interior, se promocionaba la tradicional Fiesta del Jabalí, de Aiguá. Una periodista, casi de la misma edad que la del canal anterior, entrevistaba a un señor que explicaba al detalle el mecanismo de cacería y competencia de cazadores de jabalíes, y cómo al final del día cientos de personas se aglutinan a degustar un masivo asado con los despojos suculentos de este tierno ser.

El contraste entre ambos mundos era realmente chocante. Casi, como el debate en torno al decreto.

No vamos a ingresar a opinar sobre el tema, porque sencillamente no lo manejamos con suficiente profundidad. Pero no deja de sorprender que alguien haya decretado que se puede cazar de noche. La última vez que preguntamos, el 90% de la cacería, salvo la de aves, se hacía de noche. Por una razón bastante obvia: la mayoría de los animales pasa el día al resguardo, y es al caer la oscuridad que empiezan a movilizarse.

A medida que la población urbana va perdiendo todo vínculo real con el mundo natural, se exacerban posturas que parecen casi incompatibles.

Al igual que el tema de la autorización verbal del dueño del campo, presentado como una novedad cuasi criminal, son cosas absolutamente habituales apenas se cruza el puente de Carrasco al norte.

Esto pone la lupa sobre un problema histórico del Uruguay, y es que se aprueban reglamentaciones que nadie cumple ni fiscaliza. ¿Hay algún antecedente de gente sancionada por cazar de noche? ¿Alguien cree que esto aprobado ahora va a tener algún control estatal?

Pero no derivemos del verdadero eje de este artículo.

Como cualquier niño citadino de la era post Walt Disney, este autor creía que la naturaleza era un ambiente armónico, donde los animales convivían en paz y felicidad como en el Libro de la Selva. Eso hasta que algún ruin ser humano, esa única especie capaz de matar por diversión y ambición económica, metía su sucia mano, y todo se pervertía.

El choque fue brutal la primera vez que, en el campo de un amigo, vio llegar los despojos balantes de una decena de ovejas que habían sido atacadas por los perros de un pueblo vecino. Algunas, todavía vivas, arrastraban las vísceras por el suelo. Otras tenían el hocico abierto y ya mostraban las primeras señales de queresa, los huevos del impacable gusano que se alimenta del tejido de los animales.

Lo más impactante fue saber que los perros no las atacan para comerlas, sino que lo hacen por diversión o instinto. Perdón, fue peor ver el destino de esas ovejas, “tiradas” para ser comida de unos chanchos insensibles, que acometían a sus presas antes siquiera de que estuvieran muertas.

A este autor no le gusta cazar. Y comparte que, sobre todo cuando se hace de forma abusiva, y sin respetar la sustentabilidad de las especies y el ecosistema, es algo imperdonable. Ahora, cuando se cumple con determinadas reglas y se busca cierta proporcionalidad, es una actividad que permite un contacto único con la naturaleza, y está dentro de las reglas de juego del mundo animal, del que somos parte. No deja de ser llamativo que casi siempre quienes tienen posición más radicalizada con estos temas sea justamente la gente que ha tenido menos contacto con la naturaleza “cruda”.

Ahora bien, a medida que la población urbana se aleja de la realidad del mundo natural, y se exacerba su radicalismo en lo que los entendidos llaman una antropomorfización exagerada de los animales, la pregunta es ¿cómo haremos para hacer coexistir estas sensibilidades tan distintas dentro de una misma sociedad? ¿Se podrá?

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