¡Pensá, charlatán!

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Muchas cosas las decimos sin saber si son verdaderas. Un filósofo estadounidense sostuvo, allá por 2005, que mostramos una despreocupación profunda por la diferencia entre verdad y mentira: hablamos sin tenerla en cuenta en lo más mínimo. A ese fenómeno lo llamó bullshit -su traducción literal resulta impropia, de modo que charlatanería, que se usa habitualmente, está bien. Mientras el mentiroso tiene cierta relación con la verdad, sabe lo que es y decide negarla, al charlatán le tiene sin cuidado. Como escribe ese filósofo, Harry Frank- furt: “es imposible mentir sin pensar que uno conoce la verdad. El charlatán no requiere esa convicción”.

No creo que se trate de una exageración retórica ni un giro más en torno a lo viejo. Estar atento a la verdad para poder mentir y no tener ninguna clase de preocupación sobre la relación entre lo que se dice y la verdad, son estados mentales opuestos. Parece evidente que no es un asunto insustancial. Buena parte de la política contemporánea tiene lugar en un terreno discursivo que no es verdadero ni falso, sino sencillamente indiferente a la verdad -lo cual no significa que no pueda ser estratégico o inteligente.

Quizá el problema más significativo de la charlatanería es lo desestabilizante que resulta para nuestra capacidad de pensar. El discurso del charlatán es desordenado y tosco, tiene visión panorámica y no particular, no le importa dónde aparece ni qué relación contextual tiene, mientras al mentiroso lo sigue la angustia de recordar dónde introdujo la mentira y cuándo. ¿Por qué se preocuparía de algo así el charlatán, que se conduce de forma irreflexiva, casi mecánica? Lo que se deja ver no es tanto la mentira como la desaparición del pensar en este espectro de la charlatanería.

No uso la palabra espectro a la ligera. La irreflexividad del charlatán, tan expansiva en nuestra esfera pública, es lo suficientemente real como para producir efectos, pero tan inmaterial que a veces dudamos de su poder real. Se genera algo parecido al desconcierto filosófico que espera encontrar una buena salida para su perplejidad, pero la mente queda atrapada en un estado más o menos opioide, del que no logra ni quiere salir. En medio de todo, cree encontrar un reflejo de la verdad. Porque la charlatanería a la que uno se expone con tanta constancia, especialmente en internet, en las redes sociales, rompe con el asiento que tiene el pensar en el mundo real.

Hannah Arendt decía que pensar es un diálogo interior, un ejercicio que hace posible juzgar, distinguir lo bueno de lo malo -un modo de habitar el mundo a través del sentido. Pensando, uno es capaz de distanciarse de lo inmediato, distinguir una idea de otra, situarse en distintas posturas y evaluarlas, mirar el mundo desde distintos lugares. Si uno pierde la referencia con respecto de la oposición entre verdad y mentira, ¿qué suelo tiene, entonces, la capacidad de pensar? Arendt sostiene que pensar es la manera que tenemos de echar raíces en el mundo, de reclamar un lugar en este mundo al que todos llegamos como extraños. La referencia a la oposición entre mentira y verdad nos resulta fundamental para poder pensar, porque en ella también nos va la posibilidad de juzgar apropiadamente: esto es bueno; esto no lo es; a esto doy asentimiento; a esto, no. Pero al charlatán le da lo mismo.

Ahora, ¿somos de verdad charlatanes? Un poco sí, un poco no. No es cuestión de ponerse reduccionista. En un coloquio de hace unos días en la Universidad de Montevideo, tuve ocasión de discutir este punto con Roger Berkowitz, director del Centro Hannah Arendt, de Estados Unidos. Berkowitz me objetó, no sin justicia, que todos creemos que nuestras opiniones son verdaderas y eso no nos hace charlatanes -al menos, no adrede. Y tenía razón. Pienso, no obstante, que hemos llegado a un punto en que es tal la radicalización de la subjetividad de las opiniones que ya ni siquiera interesa mantener el espíritu de relación con algo verdadero en sí mismo. Nos olvidamos demasiado de que no basta con “mi verdad” -ni esa otra tiranía: el “yo siento”- y que el ánimo de mantener la relación con cierta objetividad (que no es perderse en ella, porque, al final, la verdad, sea cual fuere, la vive y la entiende y la dice uno) es fundamental para que no nos disolvamos en radicalismos que vacían brutalmente el discurso y quitan el asiento en la realidad.

Me parece que Frankfurt tiene razón en que la pérdida de la verdad es más decisiva en la charlatanería que en la mentira. Sin embargo, también es cierto que no parece que se haya dado cuenta de que el problema no es la indiferencia del charlatán, sino lo que sucede en el espacio común cuando la charlatanería se consolida lo suficiente para que pensar resulte mucho más difícil de lo que ya es. Pensar no es una actividad para académicos ni especialistas de think tank. Es una actividad con deriva política donde se pone en juego nuestro juicio y la posibilidad de vivir sensatamente entre nosotros. Arendt recuerda que el sentido de la política es la libertad, que depende de nuestra capacidad de formar, sostener y cultivar un espacio común.

Sucede que ese espacio se rompe un poco, se fractura y debilita, cuando las condiciones no están dadas para pensar. Es decir, cuando el suelo en que uno se sostiene deja de estar o, más bien, cuando se hace presente una paradoja extraña: que ese suelo no está y, sin embargo, se mueve. Eppur si muove, decía Galileo.

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