PABLO DA SILVEIRA
La incapacidad de encontrar soluciones a la crisis de la enseñanza no es sólo una limitación del actual gobierno ni de la izquierda gobernante, sino la prueba de esterilidad de toda una cultura que ha perdido su capacidad de pensar y se ha hundido en un uso ritual del lenguaje.
La educación es tal vez el terreno donde este fenómeno se percibe con más nitidez. Hace ya muchos años que buena parte de los supuestos especialistas quedaron encerrados en un mundo donde se repiten las mismas frases y se cultivan los mismos tabúes, pero donde casi nadie está en condiciones de argumentar. Una manera de saber que se ha entrado en contacto con esa cultura consiste en prestar atención a algunas frases totémicas como "aprender a aprender" o "derecho a la educación de todas y todos a lo largo de toda la vida".
No es que esas frases no quieran decir nada. Al menos algunas de ellas pudieron tener cierta originalidad hace tiempo. Tal es el caso de la célebre fórmula "aprender a aprender", que apareció por primera vez en un documento de Unesco elaborado a principios de los años noventa. Pero desde entonces se la ha repetido tantas veces que ha pasado a ser un equivalente de "lo que mata es la humedad". Pretender que se está haciendo algún aporte cuando se la cita sólo puede ser signo de ignorancia o de haraganería.
Otras frases, como "derecho a la educación de todas y todos a lo largo de toda la vida", fueron inicialmente acuñadas para justificar los suculentos salarios de funcionarios internacionales que recorren el mundo rindiendo culto a la corrección política. Desde entonces su uso se ha extendido, hasta el punto de que podemos encontrarla en ese gran depósito de lugares comunes que es la Ley de Educación votada durante la administración Vázquez.
Una manera de confirmar la esterilidad de estas frases consiste en imaginarse que uno debe tomar decisiones y las recibe como consejo. ¿Qué puede hacer con ellas? La verdad es que muy poco. Aun en el caso de que tengan valor como orientaciones generales, su utilidad sólo aparecería luego de traducirlas en medidas concretas y criterios de evaluación. En el caso contrario, todo quedaría en un mar de vaguedades. Hace más de dos mil años, Aristóteles se rió de quienes eran capaces de sostener que las carnes livianas son buenas para la salud, pero no eran capaces de distinguir las carnes livianas de las otras.
Esta es una de las mayores limitaciones de quienes, ya sea en ANEP, en el Ministerio de Educación o en el Poder Ejecutivo (que ya ni finge sostener la antigua bandera de la autonomía) hacen intentos por resolver la crisis educativa. Esa crisis consiste en problemas muy concretos, como una espantosa tasa de desafiliación, una grave pérdida de calidad de los aprendizajes y un terrible deterioro del clima interno. Cada uno de esos problemas exige soluciones también concretas.
Pero esa gente sólo sabe hacer declaraciones generales, o formular macro proyectos como la refundación de UTU. Lo que no sabe es hacer propuestas manejables en el terreno de la gestión. Y aún en los casos en los que, con quince años de atraso, incorporan algunas ideas concretas (como fortalecer el liderazgo de los directores) no saben cómo aterrizarlas.
Toda una manera de abordar la enseñanza se está revelando estéril. Si a eso sumamos el peso del control corporativo, se puede entender el tamaño del problema.