Uruguay domina, como pocos, la ceremonia del trámite. Formularios, constancias, sellos, la fotocopia de la fotocopia, pero cuando toca mirar lo importante, la lupa queda en el cajón. Al ciudadano, prolijidad. Al Estado, indulgencias.
No hay un solo costado de la trama Cardama que huela bien. Tampoco del affaire Danza. Un hilo los ata: la falta de seriedad.
Las patrullas oceánicas no son un capricho, pero el tema se ha manejado con la madurez de un niño malcriado. Un debate eterno con anclaje actual en la cartografía mayor: Europa como proveedora, China como competidora (y depredadora), Estados Unidos como interesado vigilante. En países pequeños, el procedimiento no es mera burocracia; es diplomacia porque lo que se firma en Montevideo resuena en otros lares.
Una licitación que naufraga, un plan alternativo improvisado, visitas que desordenan la neutralidad, avales que cambian de acento y un sistema de garantías que no soporta la luz. No hace falta mala fe para sospechar. Alcanza con este encadenamiento de decisiones raras, de tiempos elásticos, de papeles nerviosos. Incluso el optimista profesional, el que siempre concede el beneficio de la duda, frunce el ceño.
Los hechos duros desprenden un aroma fétido. Un astillero que años atrás se describía como menor, y con escasa experiencia en la materia, termina con un contrato por US$90 millones. La licitación se declara desierta. Emerge un plan B a los empujones. Garantías fuera de plazo, emisores locales que dicen que no y un aval tardío bañado en sospechas.
Aunque mañana se ordene el asunto, el daño está hecho: la sensación de que un rinoceronte fluorescente puede entrar por la puerta y acá estamos en Narnia.
Más allá de cómo se salde este entuerto, siempre quedará la facilidad con que nos pueden colar lo imposible mientras nosotros miramos hacia otro lado. No hubo genialidad para engañar ni pericia para detectar. Se firmó sin chequear y se quiere romper sin medir.
Hubo esa modorra tan nuestra como desesperante. No es solo incompetencia técnica, aunque también lo sea. Es algo más estructural.
La ausencia de consecuencias convertida en cultura institucional. Es la convicción de que los controles existen para cumplirse en papel, no para ejercerse en serio.
Es la tara del mínimo esfuerzo aplicada a lo que más esfuerzo debería exigir: cuidar lo público. La modorra no es un error del sistema; es el sistema funcionando como fue diseñado, con controles de juguete, auditorías de utilería y accountability de papel.
Así como el gobierno anterior dejó un tendal de suspicacias, el actual las aprovechó para cambiar el tono de la agenda e intentar desviar la atención sobre el calvario que le supone defender al omnipresente presidente de ASSE, una persona que se mece al ritmo del horario que solo Dios puede tener: full life, una justificación cursi hasta en una taza y que, como argumento, es un esperpento.
Danza es la versión antropomórfica del mismo problema: la convicción, vuelta desparpajo, de que nos pueden tomar el pelo sin consecuencias, de que nos pueden pedir fe donde corresponde exigir pruebas.
Creer en su ubicuidad es un pecado laico, una herejía administrativa. Si desde hace años circulaban agendas imposibles y marcadas de tarjetas fantasmagóricas, las preguntas son obvias: si se sabía, ¿por qué premiarlo? ¿Para qué sostenerlo? Respuestas inquietantes: porque se puede. Porque el costo político es bajo y la memoria es corta.
La Biblioteca Nacional completa el cuadro de la semana. Convertirla en promesa diferida -anuncio, reanuncio, rebautizo, intervención, equipo paralelo- la expulsa del mundo de las instituciones y la empuja al de los discursos vacíos. Estuvieron meses en otro planeta para aterrizar con la ambiciosa declaración de que se viene la biblioteca del siglo XXI, la biblioteca del futuro.
Mucha frase grandilocuente cuando solo se tienen que ocupar del presente. Toda una declaración de intenciones que tiene más de drama que de comedia. Basta recordar que les pagamos un sueldo, que contrataron consultores externos y que, como en Presidencia no tienen otras cosas de qué ocuparse, ahora es una prioridad en Torre Ejecutiva.
Si queremos jugar a ser un país boutique, necesitamos más rigor. Un país boutique es un país pequeño que compite como marca premium. No gana por volumen ni por músculo, sino por calidad, previsibilidad y atención al detalle. Uruguay se vende hacia afuera como destino confiable para invertir, como plaza seria para radicarse, como país predecible donde las reglas se cumplen. Esa reputación es el único capital real y no se pierde por catástrofes épicas; se desperdicia por goteo: chapuzas pequeñas, metódicas, administrativas.
Las instituciones robustas no dependen de la fe en las personas, sino de reglas que resisten a los impulsos menos felices de los funcionarios. Reglas que funcionan cuando nadie mira, no solo cuando estalla el escándalo.
Si Uruguay quiere seguir vendiendo confiabilidad, necesita cuidar la mercadería. Más seriedad, menos excepciones. Por ahora, lo único firme en estos casos es la turbiedad. Y con turbiedad, es más difícil avanzar y más fácil encallar.