La política regional se desplazó de izquierda a derecha y la marea rosa dio paso a una ola azul. En menos de un año Uruguay podría ser el único país de Sudamérica con un gobierno progresista.
No es solo un cambio de color ideológico, sino más bien un giro de humor. Parece un cambio de clima, y ese clima está marcado por un dato incómodo: la región es la más violenta del mundo.
Paz formal, muertos de guerra y campañas construidas sobre el miedo cotidiano. La consigna de una seguridad sin complejos, pero sin excesos, es un eslogan que debería convertirse en política.
Sobre ese telón de fondo se arma un cóctel conocido. La inseguridad como obsesión. La inflación de promesas y de expectativas. Las migraciones que tensan. El derrumbe venezolano como advertencia.
La expansión de iglesias evangélicas conservadoras (del pan-cristianismo de Jair Bolsonaro a Javier Milei orando con pastores en la Rosada). La disputa entre Estados Unidos y China, que devolvió a la región al centro del tablero sin preguntarle demasiado qué quería.
A eso se suma una nostalgia que sintoniza con el ADN histórico de la derecha: orden y familia, mercados y fronteras. Esa sensibilidad, que parecía pasada de moda en tiempos de indignación progresista, encaja con sociedades cansadas y frustradas.
La marea rosa se empalaga con la igualdad. La ola azul busca algo más pedestre: poder dormir con la ventana abierta.
Al mismo tiempo, en este paisaje la izquierda tiene otro problema. En buena parte de la región, su base principal ya no son tanto las clases populares ni los jóvenes que dice representar, sino sectores más escolarizados, informados y urbanos.
Mientras tanto, quienes más sienten el impacto del crimen, el costo de vida y la degradación de los servicios públicos se vuelcan hacia proyectos que prometen orden. Si la política es una disputa por traducir emociones, hoy la derecha habla el idioma predominante.
Argentina funciona como un laboratorio y tendrá 2026 como año bisagra. Si sale bien, el antiperonismo se fortalecerá. Brasil oscila entre el lulismo y el bolsonarismo. El año próximo desempatará la mayoría silenciosa e invisible de los no polarizados. Bolivia ya giró a la derecha. Chile y Colombia se encaminan hacia relevos conservadores. Habrá un cambio de mando en Perú, pero se mantendrá en su bucle de mandatos fugaces.
Venezuela sigue, y por mucho tiempo seguirá (con o sin Maduro), siendo la imagen del colapso.
Sobre estos movimientos se monta la nueva línea de Washington. El aislacionismo del America First de Trump I quedó en el olvido. Los marcos de comercio e inversión con Argentina, Ecuador, El Salvador y Guatemala evidencian cómo la Casa Blanca quiere reordenar el sistema comercial: menos acuerdos multilaterales y más bilateralidad, que es más rápida y asimétrica. No solo ofrecen acceso preferencial, sino que también indican quién está cerca del poder y quién mira desde la tribuna. ¿Y cuándo se vaya Trump en 2029? (¿O habrá Donald III?)
El nuevo marco, sin embargo, tiene pies de barro. Para armarlo, el Trump II se apoya en la Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional, pensada para crisis puntuales, no para rediseñar la arquitectura comercial. La Corte Suprema podría limitar ese uso en 2026.
Hasta entonces, la táctica parece ser crear hechos consumados que luego cueste desmontar.
Estados Unidos no tolera vecinos hostiles, narcotráfico descontrolado ni flujos migratorios ingobernables, y Trump busca sumar puntos en esos aspectos en la interna.
Quiere también acceso preferencial a recursos naturales clave, en especial minerales críticos, de los cuales un tercio se encuentra en América Latina. Para China, la región es proveedora. Para
Estados Unidos, es una pieza de un dispositivo de contención y de reserva de insumos estratégicos.
¿Y Uruguay en medio de todo esto? Nuestro riesgo no es un salto autoritario. Es la autocomplacencia.
Sin una estrategia de seguridad, de inserción internacional y de modelo productivo, caminamos hacia la irrelevancia y compramos pasaje al retroceso.
En ese tablero, un país como Uruguay necesita el Transpacífico y todo lo que se le ponga enfrente para abrirse al mundo. Mientras tengamos la cabeza cerrada y nos enfrasquemos en una discusión sobre un busto vietnamita, nos seguirán pasando trenes por la cara.
Y ahí seguiremos sentados en un banco oxidado de una estación abandonada esperando que algo cambie sin siquiera mover un dedo.
El sistema es experto en trabar lo nuevo y proteger lo viejo. Nos impide avanzar y, sin liderazgos a la altura, las tareas pendientes se convierten en ciencia ficción. No necesitamos políticos de poca monta ni un ejército de tecnócratas, sino líderes capaces de interpretar la realidad y convencer a la sociedad del valor de recorrer caminos incómodos e imperiosos.
Sin voces que dibujen un rumbo convincente para el país, amplíen el horizonte de lo posible y reformulen lo que nos contamos a nosotros mismos, no hay espacio para que el optimismo comulgue con el raciocinio.
La ola azul seguirá creciendo un tiempo y, más tarde, también bajará, como bajaron otras.
Lo que está en juego para Uruguay es si el país seguirá empantanado en discusiones mínimas o lograremos convertirnos en una sociedad adulta que se anima a las reformas difíciles antes de que sea tarde.