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Nuevo mundo

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Julio María Sanguinetti
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Días pasados, el presidente de España Mariano Rajoy denunció intromisiones en las redes sociales, provenientes de Rusia, para interferir en la cuestión catalana y desacreditar a la Unión Europea.

En EE.UU. es notoria la investigación que estudia la subrepticia intervención rusa en la elección para apoyar a Trump y desacreditar a Hillary Clinton. El propio Mark Zuckerberg, creador de Facebook, ha estado colaborando con la pesquisa oficial y ha detectado que, a través de su red, se ha filtrado propaganda de ese origen, que ha puesto a disposición del Fiscal que investiga el caso.

Estas noticias que van y vienen, son apenas anécdotas, reveladoras de un nuevo mundo que, desde hace 20 años, viene cambiando la vida de la sociedad contemporánea. Nada es igual desde que Google y sus colegas irrumpieron. Hoy las cinco empresas de mayor capitalización en bolsa no son las clásicas petroleras sino Google, Apple, Microsoft, Amazon y Facebook. Esto podría tener solo consecuencias económicas si no fuera que Google controla el 88% de las entradas a Internet, Facebook el 77% del intercambio social y Amazon el 74% del libro digital. Es más, todo el crecimiento del mercado de ventas al detalle lo está captando Amazon, mientras Google y Facebook logran lo mismo en el conjunto del enorme mercado publicitario.

Estos dos últimos monstruos se defienden diciendo que ellos son apenas plataformas, utilizadas por personas o por medios de comunicación. Sin embargo, esa argumentación se viene cayendo cuando la orquestación de noticias falsas o las interferencias en las campañas electorales les atribuyen ya una responsabilidad inexcusable. Las propias empresas han creado servicios de detección de falsedades, reconociendo la existencia del problema, aunque aclarando que no pueden asegurar que todos los contenidos sean ciertos y sus difusores responsables. Zuckerberg hasta ha pedido perdón por las falsedades que han transitado por Facebook.

Pese a las posibles ventajas que ha tenido en su campaña electoral, Trump no ha ocultado sus cuestionamientos a los patrones de la tecnología. Por ejemplo, ha llegado a declarar un boicot a los productos Apple por su negativa a colaborar con una investigación que involucraba a terroristas, cuando rechazó la posibilidad de desbloquear los contenidos de ciertos IPhones.

En Europa es donde se han producido reacciones estatales más concretas contra este conjunto al que se ha dado en llamar "Gafam". La Comisión Europa le ha reclamado a Apple 13 mil millones de dólares para compensar daños a Irlanda. A Google se le ha impuesto una multa de 2.400 millones de dólares por abuso de su posición dominante en los buscadores de Internet. El Ministro de Economía de Francia Bruno Le Maire incluso lleva adelante una propuesta paras gravar los ingresos reales de todas las tecnológicas en cada país y, de ese modo, frustrar su ingeniería financiera, que elude miles de millones de dólares que deberían pagar si trabajaran como sociedades locales.

El hecho es que este conjunto de empresas cotiza en bolsa una cifra que casi alcanza el PBI de Alemania, pero como tiene una preeminencia sin precedentes en la comunicación entre países y gente, su valor excede con creces lo económico. Es el mayor poder fáctico que se recuerde, hijo de la libertad de empresa y de la libertad de información, pero —a la vez— peligroso desafiante de esos mismos principios que fertilizaron su nacimiento. Ha saltado todas las fronteras, se hace difícil de manejar aun para sus creadores, y por sus redes y vasos comunicantes circula la sangre de la nueva economía y sociedad de la comunicación. Es su misma esencia.

Este fenómeno es paralelo al desarrollo de la inteligencia artificial y en general del mundo robótico. Las empresas de la automatización están corriendo hoy también a una inesperada velocidad. China —otra sorpresa— ha pasado a ser el primer fabricante de robots, estimulada por el envejecimiento de su población que le impone recurrir a máquinas para superar los baches que se le producen en la oferta laboral.

Todo este fascinante nuevo mundo nos invade con la contrapartida de un gran temor al cambio. Todo trabajador hoy siente amenazado su puesto. No hay quien no tenga un "Uber" en su futuro, con el consiguiente desasosiego, que está en la base de esas opciones populistas como las que ofreció Trump, con su proyecto imposible de restauración industrial norteamericana. Si a ello le sumamos, en Europa, la irrupción de la inmigración y el fundamentalismo islámico, configuramos una confluencia de temores que llevaron a los viejos de Gran Bretaña a sacarla de Europa y a excitar peligrosos nacionalismos reaccionarios en varios Estados democráticos.

No hay nada más persistente que la mentalidad y esa es la disrupción que sacude el mundo contemporáneo: mientras la ciencia y la tecnología abren estos nuevos escenarios, convivimos hoy varias generaciones, formadas en otros valores, prácticas, hasta ritmos, que se sienten amenazados. Por eso mismo nuestras democracias se acomodan con mucha dificultad a estos estados de ánimo generados por las turbulencias del cambio.

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