¿No pasa nada entonces?

Preguntaba con razón la semana pasada Juan Martín Posadas en qué estaban los uruguayos. El mundo politizado sabe en qué está el gobierno, la oposición, los sindicatos, o la puja en la agenda de temas a ser tratados como prioridades en tiempos pre- presupuestales. Pero, en paralelo, parecería ser que hay como una sensación de silencio, apatía, desdén o desinterés de la sociedad, que hace pertinente plantear la pregunta.

Lo que puede encontrarse como respuestas son, por ejemplo, ciertos resultados de encuestas de opinión o de datos oficiales. Los temas que preocupan a los uruguayos no cambiaron sustancialmente con relación a un año atrás, que era un tiempo de definiciones políticas claves. Ciertamente la evaluación del gobierno y la del presidente no son tan buenas como las de algunos anteriores, pero tampoco es que sean malas. La inflación sigue en baja; los salarios e ingresos crecen moderadamente; la inseguridad sigue mejorando lentamente.

Por un lado, hay motivos razonables para tanta tranquilidad (o apatía). Es que la sangre nunca llega al río: lo de los pasaportes anduvo mal, pero se terminó arreglando; lo de la caja de profesionales se iba a prender fuego, pero se terminó solucionando; y los conflictos sindicales graves que existen, por mucho daño que generen, seguramente también terminen encauzados. Es decir, nada parece molestar una evolución de largo plazo de penillanura suavemente ondulada, esa que al final del día encuentra su horizonte de realizaciones mal que bien despejado.

Por otro lado, para divisar nubarrones futuros se precisa un nivel de atención y de crítica que el uruguayo no está dispuesto a prestar. Es que hay una esencial conformidad que se basa en la concordancia difusa pero real entre el signo general del gobierno y el sentido común ciudadano urbano que hace décadas que es izquierdista. No hay alerta ni malestar, porque la mayoría de las clases medias más politizadas y potencialmente movilizables están tranquilas de que gobiernan los del lado correcto. La crítica por tanto, si existe, es discreta. Y sin grupos sociales activos en el mundo urbano que critiquen el rumbo del país o del gobierno, la tensión nunca se hace fuerte.

El asunto es deprimente para los cuantitativamente escasos uruguayos que se dan cuenta de que hay malas señales que no solamente impiden avanzar más rápido en las reformas necesarias, sino que además pueden llevarnos marcha atrás. Por ejemplo, que en los primeros meses de gobierno ya haya quedado tan claro que lo único verdaderamente razonable es Oddone, es una mala noticia. El ministro está muy solo y su verdadero único respaldo es presidencial. Pero este tema en sí no preocupa al uruguayo no politizado que votó, confió y ahora espera que la cosa siga marchando sin grandes sobresaltos -y al que francamente le importa un pito un campo María Dolores, el alineamiento a la política exterior de Brasil o que le pongan impuestos al 1% más rico-.

La verdad es que los uruguayos están en sus cosas. Votaron esto sabiendo lo que hacían y están hoy mal que bien conformes. No ven nubarrones. Y los que los ven, minoritarios, creen en general que igualmente la sangre nunca llegará al río. La mayoría está pues tranquila, conducida por el Frente Amplio y creyendo que no pasa nada grave.

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