Nacionalismo y fútbol

Que el seleccionado sub 20 de Uruguay haya conquistado la copa del mundo, constituye una hazaña que trasciende lo deportivo. Siguiendo lo conseguido en Maracaná 73 años atrás, volvimos a obtener el máximo trofeo, esta vez en una categoría tan promisoria, con tanta sangre nueva, que vista desde nuestra pequeñez, sorprende haberlo logrado. Competimos contra poderosos equipos provenientes de naciones desarrolladas con poblaciones hasta cien veces mayores que la nuestra donde, atendiendo a la amplitud de la base para elegir, es fácil elegir excelencia. Derrotamos a Estados Unidos, Italia e Israel, sin considerar equipos menores, cualquiera de ellos con ingresos per cápita que duplican al nuestro, además de contar con comodidades infraestructurales ampliamente superiores a las que podemos ofrecer a nuestras selecciones. Generalmente con integrantes de modesta cuna. Sin embargo, lo logramos.

Al grito de Uruguay, Uruguay, las calles se colmaron de compatriotas reviviendo un nacionalismo, que los irregulares comportamientos de la selección, últimamente sin muchos éxitos, habían limitado. Fue extraño observar como la multitud, sin distinciones y casi sin símbolos partidarios, vivaban al país, agitaba escudos y banderas y se unificaba en un todo, donde la comunión colectiva borraba individualidades o localías. Por más que se trate de un fenómeno no habitual en el Uruguay, salvo en manifestaciones políticas o sindicales que remiten a un comportamiento grupal diferente, normalmente de oposición, pero siempre con objetivos definidos y actores mayoritariamente corporativos.

Aquí lo que convocó fue una causa que abarcó al país entero, donde las multitudes se manifestaron celebrando a una representación de su país, pero simultáneamente homenajeándose a sí mismas, como si todos, en un fenómeno de transustanciación, formaran parte del equipo campeón. En su esencia última se trató de una fiesta donde lo celebrado fue la patria misma. Una patria que se dilató en su éxito envolviendo a todos los uruguayos en un sentir común: la nación oriental en su momento de gloria. Una invocación que, expresada en lenguaje menos laudatorio, no deja de ser una explosión típica de nacionalismo.

Un sentimiento que los pueblos albergan, aún cuando cada uno lo manifieste a su modo, y que constituye su estructura emocional básica. Lo que debe asumirse es que esta inclinación anti individualista no siempre merece consideración y respeto. Exige repudio. El siglo XX fue testigo de una erupción nacionalista que costó decenas de millones de muertos. Actualmente el nacionalismo continúa vigente en la mayor parte de la humanidad y conserva intacta su peligrosidad.

Este imaginario, fácil y usualmente convertido en ideología, atenta contra el humanismo y la autonomía de cada uno. Una afirmación cierta pero que exige distinciones. Existe un nacionalismo sano, el mismo que, como en este caso, logra que las naciones celebren su propia identidad sin oponerla a otras, fundándola en su memoria histórica y en los logros de sus ciudadanos, tanto colectivos como individuales. Y existe otro, que también admite muchedumbres y celebraciones, pero cuyo objetivo ya no es una manifestación de alegría colectiva. Se apoya en la confrontación y la jerarquía. Es vital distinguirlos.

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